Roberto Hernández Guerra

En 1981, dos brillantes economistas, Rolando Cordera Campos y Carlos Tello Macías, publicaron un libro que no tenía desperdicio en ese momento. Su título, “La Disputa por la Nación” adelantaba el contenido, el cual en resumen presentaba las dos alternativas que definirían el futuro de la sociedad mexicana, como salida a la grave crisis económica, política y social que se vivía en ese momento. Se enfrentaban como alternativas, según los autores, por un lado el “neoliberalismo” y por el otro el  “nacionalismo” heredado de la Revolución de 1917.

No cabe duda cuál proyecto fue el que predominó con exclusión del otro: el “neoliberal”, que no es un término inventado por AMLO y que en la ciencia económica ha sido ampliamente estudiado. Comenzó en el período presidencial de Miguel de la Madrid, discretamente en un principio, con un Acuerdo General de Aranceles que abría la hasta entonces cerrada economía mexicana al mundo. La globalización que se presagiaba con esa medida, se aceleró en el sexenio siguiente, con Carlos Salinas de Gortari y su Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Pero no fue la apertura comercial lo más notorio del cambio de paradigma; a final de cuentas los empresarios mexicanos, incapaces de competir en el mercado internacional, convirtieron los edificios de sus fábricas en bodegas para guardar las mercancías provenientes del exterior; ellos se adaptaron y no se vieron afectados por la medida.

Pero el neoliberalismo, de la mano de su promotor trajo dos elementos más, por un lado el predominio de las fuerzas del “mercado” sobre la rectoría del Estado nacional, la llamada “mano invisible” de la que en el siglo XVIII hablaba Adam Smith y por el otro, en forma soterrada, la corrupción que llegó a niveles inconcebibles.

Después de 35 años podemos hacer un balance general de los resultados de dichas políticas económicas: lo más notorio una desigualdad social, que por un lado puso en la lista de millonarios que publica la Revista Forbes un contado número de mexicanos y por el otro, en las estadísticas del CONEVAL cincuenta millones de personas en situación de pobreza; políticos y traficantes de influencias con cuentas en Andorra y otros paraísos fiscales y  carencias en servicios de educación y salud para la población mayoritaria. Y podríamos seguir mencionando estas dicotomías que nos dejó como herencia perversa “el padre de la desigualdad, que no es otro más que aquel “innombrable” que mencionamos al principio.

Pero la “disputa por la nación” se presenta de nuevo. Por fortuna la confrontación se dará en las urnas y “la sangre no debe llegar al río”. Ya conocemos quien defiende uno y otro proyecto. Los que desean un regreso al pasado reciente, los años de política económica privatizadora, concentradora de la riqueza y con un fuerte tufo de corrupción y que cuentan con el apoyo de los medios de información, del INE y con la simpatía de sectores de la clase media con un fuerte sesgo racista y elitista. Los que creemos que la intervención del Estado debe servir para atenuar las desigualdades y las fallas del “mercado”, estamos del otro lado, con “ya saben quién” y con los partidos que apoyan la transformación pacífica del país. Como decía José Martí: “es la hora de los hornos y no se ha de ver más que la luz”.