Por Noe Agudo García


¿Alguien vive la vida que alguna vez imaginó o deseó? Nadie, nunca. Entonces, ¿por qué tememos lo inesperado, no deseamos los cambios y nos negamos a propuestas diferentes o audaces? Porque creemos controlar nuestra vida, pretendemos cuidarnos o prevenir posibles daños. Hay quienes son todavía más ingenuos: creen actuar dentro de “lo normal”, lo que “debe ser”, “como debe ser”. Entonces reprimen sus deseos y fantasías porque “eso” no está permitido, no se verá bien. Cuidan su miserable saco de carne y huesos sin saber que mañana lo envenenará un cáncer, lo roerá la diabetes o lo fulminará un síncope bienhechor.
La vida es una sorpresa permanente y el objetivo de todo arte debería ser afinarnos para mejor captar las sorpresas cotidianas, aceptarlas y aun irnos de vez en cuando con ellas.
De verdad lamento la situación de muchos amigos cuya cara de tedio y fastidio se nota a kilómetros a los pocos días de estar de vacaciones. ¿Qué harán estos cabrones cuando se jubilen?, pienso, si no saben más que repetir los mecánicos pasos de su rutinaria existencia. No saben estar solos, no saben leer un libro, menos escribir o pintar o componer una melodía. Y si les dices venga, vamos a beber un wisky, vamos a emborracharnos y bailar rock hasta empaparnos y quedar extenuados como lo hacíamos a los veinte años, lo primero que preguntan es “¿Y quién paga?”. Piensan como viejos, viven como viejos y están cuidando el dinero para su vejez. ¡Jodida vida la de estos timoratos!, pienso.
Yo me derrocho, gasto, despilfarro, me expongo, hago y deshago, y así logro que la energía, la vida y la suerte me sigan como perras fieles. Y que deba trabajar y renovarme cada día. Y logro que las mujeres jóvenes aún se interesen en mí, como Cosette, a quien pregunto qué siente cuando las mujeres la miran con insidia porque está con un hombre mayor que ella. “No me doy cuenta”, me responde. Y entonces sé que ella es de las mías.