Roberto Hernández Guerra

Cuando diez años atrás Carlos Loret de Mola escribió un guión que se convirtió en el documental “De Panzazo”, sin duda que llamó la atención de mucha gente convencida en la necesidad de elevar la cantidad y la calidad de la educación en nuestro país. Lo que en ese momento pasó desapercibido es que se basaba en el documento “Metas. Estado de la educación en México 2011”, publicado por la organización “Mexicanos Primero” de  Claudio X González. Desde luego que el mismo “Yo Claudio”, promotor de la alianza opositora “Va X México”, que hoy encontramos en la palestra electoral.

El diagnóstico que se presentó en ese momento fue alarmante y sin duda cierto. Recordemos algunas cifras de aquel tiempo y de aquel estudio: “de cada 100 niños que ingresan al primer año de primaria, sólo 46 se gradúan con posibilidades de cursar sus estudios de educación media superior y de esta última cifra únicamente 20 logran completar el bachillerato;  el tiempo formativo para los alumnos en México es de 562 horas, mientras que en Corea del Sur es de 1,195, Finlandia 1,172, Estados Unidos 710 y Francia 875; por lo que se refiere a la valoración internacional conocida como PISA, los resultados en ciencias, matemáticas y lectura fueron decepcionantes para nuestro país”. Y si consideramos que en el tiempo posterior al diagnóstico no se hizo nada por resolver el problema, a lo que sumamos los efectos de la pandemia, la situación hoy en día ha de ser muy grave.

Pero  faltó agregar una característica más al diagnóstico, provocada por la eliminación del civismo y de la historia de los planes de estudio, y que desde 1968 Fidel Castro había diagnosticado para vergüenza de todos; en sus palabras: “los niños mexicanos conocen más a Mickey Mouse que a sus héroes nacionales”

Lo que no se analizó en ese tiempo fue el fondo de la problemática educativa. Se diagnosticó la enfermedad en razón de sus síntomas, pero no se establecieron las causas. Empleando el sentido común, podemos deducir que el problema era y sigue siendo estructural, es decir, asentado en una estructura económica y social caracterizada por la desigualdad. Es obvio que no se puede aprender al mismo nivel con el estómago vacío que con el hambre satisfecha, que el bagaje cultural de la familia se trasmite a las nuevas generaciones, que la continuidad en los estudios se ve frustrada por la necesidad de trabajar y muchas otras consideraciones que serían largas de enumerar.

¿Pero qué buscaban entonces Loret, Claudio y quienes pensaban como ellos? Desde luego que como buenos exponentes del modelo neoliberal, poco les importaba el destino de las generaciones de jóvenes condenados a un bajo nivel de aprendizaje. Para ellos esa mayoría era prescindible, poco les importaba que pasaran a integrar un “ejército industrial de reserva” que, desaprovechado por la economía formal, engrosara las filas de la delincuencia. Su objetivo era continuar con el modelo de privatizar todo lo que se pudiera; iniciada la de la energía, había que seguir con la salud y la educación, convirtiendo ambas en mercancías sujetas a las leyes del mercado y ajenas al interés del Estado. Su crítica se centraba en culpar a los maestros y maestras de aula y no en las difíciles condiciones en que éstos se desempeñaban.

El día de hoy es propicio para reanudar la discusión sobre el presente y el futuro de la educación. Seguramente tendremos mayor información de parte del Presidente de la República acerca de cómo enfrentar el problema. ¡Ah!, pero también veremos las sesudas elucubraciones de quienes, ayer ecologistas, economistas, expertos en energía o mecánica de suelos, hoy se cubren con el manto de educadores, ofendiendo la memoria de Piaget, Freyre y Montessori. Y a todos aquellos, que pretenden iluminarnos con sus improvisados conocimientos pedagógicos, les debemos decir con firmeza: ¡están reprobados, ustedes no aprueban ni de panzazo!