José Juan Cervera

La fuerza con que el Romanticismo irrumpió en la expresión artística del siglo XIX favoreció el desarrollo de caracteres que hicieron del sentimiento exaltado su sello distintivo. Esta atmósfera envolvió el orden simbólico ligado con los procesos de creación literaria, instalándose como un modelo de vida que adquirió legitimidad en aquella centuria de profundas transformaciones sociales, en la que también surgieron nuevas formas de pensamiento.

Las fuentes documentales y unos cuantos testimonios llegados a nuestros días permiten recuperar algunas referencias de escritores que se aproximan a la caracterización sugerida, y que poco toman en cuenta las generaciones actuales. Pablo Peniche Bonilla (1859-1895), de familia yucateca, nació en Cosamaloapan, Veracruz, y murió en Mérida, capital de Yucatán.

Su acento dolido, moldeado en congoja viva, lo identificó ante sus lectores como un hombre para quien el sufrimiento, lejos de ser una invención literaria, fue una compañía constante que lo aguijoneó hasta fundirse en su propia constitución de carácter, tal como asienta una nota editorial de la revista Pimienta y Mostaza, de 1894, que Pedro Escalante Palma aderezó con algunos superlativos: “Pablo tiene en el dolor un hermano queridísimo: para él sería profundísimamente amarga la separación. ¡Hace tanto tiempo que viven juntos!…”

En efecto, los versos de Peniche tienen, en su mayoría, un dejo de infortunio. Esquivel Pren, que se ocupa de él en su magna obra dedicada a la historia de la literatura en Yucatán, refiere una decepción amorosa que afectó profundamente al bardo, cuando residió en Progreso desempeñándose como servidor público. Al parecer, sus contemporáneos lo consideraron un autor que hizo del pesimismo un estilo de vida.

Esquivel Pren alude también a su adopción de las creencias espiritistas, que atrajeron a muchos intelectuales de ese entonces. A propósito de ello, dicho crítico afirma lo siguiente: “Erase Peniche Bonilla un espíritu desterrado de la patria de los espíritus. De aquí que, por todos los medios, humanos y sobrenaturales, buscase comunicarse con ellos, sus hermanos”. Como hombre solitario que era, seguramente permaneció al margen de las asociaciones de ese tipo existentes en tierra yucateca durante aquellos años. Los títulos de algunos de sus poemas sugieren su aceptación de esta doctrina, como “Preexistencia” y “Metempsicosis”, que sin coincidir estrictamente con las ideas de los espiritistas decimonónicos, se aproximan a ellas.

Pablo Peniche estudió agronomía, tal como sugieren los artículos que con este tema publicó en El Eco del Comercio; varios de sus poemas pueden encontrarse en periódicos y revistas como Pimienta y Mostaza, La Sombra de Cepeda y Álbum Literario. También fue autor de una recreación de Edipo, rey de Tebas, tragedia de Sófocles refundida en tres actos y en verso, editada en 1889.

Dos de sus poemas más apreciados son “Elegía del poeta” y “Música salvaje”. Los conocedores de su obra juzgan que el primero de ellos es un reflejo fiel de su personalidad huraña y esquiva: (“Amaba los lugares más desiertos, / porque impregnaban mi alma / de esa melancolía dulce y grata / que la callada soledad respira”). El segundo es un canto vigoroso que evoca un paisaje azotado por la tempestad (“Un relámpago y otro el negro velo / de la tiniebla rasgan, / intensamente iluminando el cielo; / y cien truenos retumban, / y tiemblan las  montañas / y se conmueve el suelo / en sus profundas cóncavas entrañas”).

Su vena romántica lo llevó a traducir por lo menos un poema de Alfred de Musset (“La noche de mayo”), tal como lo hizo Javier Santa-María con otro de los textos del escritor francés. El Fígaro dio a conocer en 1898 una de sus más breves creaciones, hasta entonces inédita: “Duró lo que duran las rosas: un día; / vivió como viven el ave y la flor; / murió como muere la dulce armonía / dejando en el alma ternura, poesía, / tristezas, suspiros, recuerdos y amor.” (“Su epitafio”).

Es deseable que el presente esbozo pueda inspirar una sencilla reminiscencia del poeta Pablo Peniche, portador de una amargura que parecía abatir sus aspiraciones más hondas y conducir su extrema sensibilidad hacia las regiones penumbrosas que hacen naufragar el espíritu sin asomos de fortuna ni consuelo.