El problema no es Huawei sino 5G, la quinta generación de los teléfonos inteligentes, arma de destrucción masiva en la guerra declarada por Donald Trump a China…

SANTIAGO J. SANTAMARÍA GURTUBAY

 

Los teléfonos inteligentes no tienen corazón, por el maldito coltán, el actual residente en el Despacho Oval de la Casa Blanca de Washington ‘liberaliza’ su explotación en África. La presencia en un país de abundantes reservas de estas materias primas constituye un poderoso incentivo para la corrupción de las élites o la acción de grupos armados, que pueden ganar enormes fortunas chanchulleando con estos recursos. Así, los beneficios de su venta a menudo salen hacia el exterior o se pierden por el camino, mientras que para las comunidades locales sólo quedan los daños de la contaminación medioambiental, la amenaza del desplazamiento forzoso o el silencio impuesto por los asesinatos selectivos y la represión. Operadores y fabricantes ensayaban el ‘5G’: la alta definición de la telefonía móvil, en la Mobile World Congress (MWC) que se celebró en Barcelona, España, el pasado año. El coronavirus de Wuhan logró la suspensión de la presente edición del 2020. Multiplicará por diez la velocidad de las redes celulares y permitirá conectar 100.000 millones de dispositivos. ‘La guerra sin fin en el Congo, Pour Quoi?’ es el título de una película de Ouka Leele, la fotógrafa de la ‘Movida madrileña’ de los 80. Una mujer secuestrada y violada es alimentada con la carne de sus cinco hijos asesinados. Todo por el ‘mineral’ estratégico, que provee a las multinacionales de columbita y tantalita. Los fusiles Kaláshnikov ‘vigilan’ su extracción artesanal en la cuenca del río Congo…

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Resulta curioso lo que está ocurriendo con un ‘mineral’ denominado coltán, del que se extraen niobio y tántalo, y que en los últimos 20 años ha sido blanco estratégico de las compañías de exploración minera, tema de controversia social y medioambiental e incluso objeto de debate en las propias Naciones Unidas. El coltán no es realmente ningún mineral establecido. Es un término que no se utiliza en el lenguaje científico y que responde a la contracción de dos minerales bien conocidos: la columbita, óxido de niobio con hierro y manganeso (Fe, Mn), Nb2O6 y la tantalita, óxido de tántalo con hierro y manganeso (Fe, Mn), Ta2O6. Estos óxidos constituyen una solución sólida completa entre ambos minerales; son escasos en la naturaleza y un claro ejemplo de cómo el avance tecnológico contribuye a que materiales considerados simples curiosidades mineralógicas sean cruciales debido a sus nuevas aplicaciones. El coltán es fundamental para el desarrollo de nuevas tecnologías: telefonía móvil, fabricación de ordenadores, videojuegos, armas inteligentes, medicina (implantes), industria aeroespacial, levitación magnética, etcétera. Esto es debido a sus singulares propiedades, tales como superconductividad, carácter ultrarrefractario (minerales capaces de soportar temperaturas muy elevadas), ser un capacitor (almacena carga eléctrica temporal y la libera cuando se necesita), alta resistencia a la corrosión y a la alteración en general, que incluso le hacen idóneo como material privilegiado para su uso extraterrestre en la Estación Espacial Internacional y en futuras plataformas y bases espaciales. Su explotación en África ha estado, y está, ligada a conflictos bélicos para conseguir en condiciones de explotación en régimen de semiesclavitud. Los principales productores mundiales son Australia, Brasil, Canadá y algunos países africanos (República Popular del Congo, Ruanda y Etiopía)

El 5G no es una bomba atómica; es algo que beneficia a la sociedad. No deberíamos ser el objetivo de Estados Unidos solo porque estemos por delante de ellos en 5G”. Con estas solemnes palabras, Ren Zhengfei, fundador y presidente de Huawei, advertía al mundo de que la quinta generación de telefonía móvil, llamada a revolucionar la industria y la vida cotidiana de los ciudadanos del planeta, no puede convertirse en un arma de destrucción masiva como, a su entender, pretende la Administración de Donald Trump, al incluir en una lista negra la firma china. El veto del Gobierno estadounidense primero a las redes y ahora a los móviles del fabricante asiático es una declaración de guerra que va mucho más allá de las hostilidades arancelarias. El anuncio de Google de que dejará de dar soporte a los smartphones de Huawei resultó un golpe de efecto mundial. Millones de usuarios se levantaban azorados al enterarse de que su móvil podía convertirse en un cascarón vacío porque Android, el sistema operativo con el que funcionan, ya no dispondría de actualizaciones del sistema de Google. Siendo gravísimo el hecho de que una decisión gubernamental condene a la obsolescencia a millones de dispositivos, en realidad, era solo el primer aviso del volcán. La mayor erupción, la definitiva, está por venir bajo las siglas 5G. Esta tecnología multiplica por 100 el número de dispositivos conectados con el mismo número de antenas. Se resuelve así el problema de la cobertura en grandes aglomeraciones, como estadios de fútbol y conciertos. Además, reduce también a una décima parte el consumo de batería de los dispositivos (alarmas, células o chips), lo que les da mucha más autonomía. No obstante, el mayor avance del 5G será la reducción de la latencia, el tiempo de respuesta que tarda un dispositivo en ejecutar una orden desde que se le manda la señal. Cuanto más baja, más rápida será la reacción del aparato que accionemos a distancia. El 5G reduce ese retardo a un milisegundo. Esa repuesta instantánea es la que permite que la conducción autónoma sea segura, pero también dirigir a distancia los sistemas de comunicación, seguridad o defensa. De ahí que Trump haya centrado toda su artillería en Huawei, porque domina la construcción de redes 5G.

Lo que subyace en el pulso tecnológico entre EE UU y China tiene que ver con la más honda preocupación estadounidense por una primacía china en la carrera militar y el 5G figura en el centro de esa inquietud. El Pentágono advierte de ello en un informe al Congreso, en el que destaca el desarrollo de firmas como Huawei y ZTE y señala que el esfuerzo de Pekín por “construir grandes grupos empresariales que logren un rápido dominio del mercado con un amplio abanico de tecnologías complementa directamente los esfuerzos de modernización del Ejército y trae consigo implicaciones militares serias”. En un lenguaje mucho más crudo se expresaba el general retirado James L. Jones: “La tecnología 5G de Huawei es la versión siglo XXI del mitológico Caballo de Troya”, advertía en un documento de recomendaciones publicado el pasado febrero por el Atlantic Council, uno de los grandes laboratorios de ideas de Washington. “Si China controla la infraestructura digital del siglo XXI -razonaba- explotará su posición para sus propósitos de seguridad nacional y tendrá una influencia coercitiva en EE UU y sus aliados, ya que estas redes procesarán todo tipo de datos, y China desde luego las usará para llevar a cabo espionaje”. Y agregó: “la expansión del 5G chino amenazará la interoperabilidad de la OTAN, ya que EE UU no podrá integrar su red 5G segura con ningún elemento de los sistemas chinos”. Está en juego algo más que la desilusión de millones de usuarios de Huawei. El 5G representará el 15% de las conexiones móviles globales en 2025, cerca del 30% en mercados como China y Europa y del 50% en EE UU, según la GSMA. En ese año, la cantidad de conexiones globales del Internet de las cosas se triplicará hasta los 25.000 millones. Ahora toca decidir si quien controla esas redes inteligentes y maneja a distancia los dispositivos tendrá su despacho en Pekín o en Washington.

Claudine Ombeni y sus amigas encauzan la carretera sin asfaltar hacia el bosque. Sus madres necesitan leña para cocinar. Las jóvenes amas de casa juegan, corren a ratos, como pequeñas siluetas de una acuarela viva marcada por la imponente figura humeante del volcán. El cielo empuja nubes veloces y atiborradas de lluvia tropical, los refugiados luchan y los soldados mendigan. Algún ataque detrás de las montañas, seguro, nada que inquiete extraordinariamente a los inquilinos de Goma, la capital de Kivu Norte, en Congo. Las niñas que buscan leña son parte de la escandalosa naturaleza y del castigado paisaje humano de la cuenca del magnificente río Congo. Es en su húmeda selva tropical, en la parte oriental de un país que perfiló un astuto y codicioso rey belga, donde Claudine recoge ramas no demasiado grandes para calentar su humilde supervivencia. Sortean patinetes cargados de carbón vegetal y se adentran en el parque Virunga. Claudine y sus amigas son ajenas a la fascinación que generan los célebres gorilas de montaña que allí se esconden. Como desconocen el atractivo económico de la madera de su bosque -el segundo más grande del mundo y pulmón de África- y de su tierra rellena de estaño, tántalo, tungsteno y oro, todos ellos “minerales de sangre” tan necesarios en oficinas de encorbatados en ciudades sin volcanes ni guerra ni polvo, punteras en telefonía y nuevas tecnologías. Con el fajo en la cabeza vuelven más lentamente de lo que han ido. Pero no han salido aún del bosque cuando un grupo de soldados les rodea. “Nos preguntaron si preferíamos, perder la vida o que nos la destrozaran”. Una de ellas pidió morir. Una bala la desplomó de inmediato. “A nosotras nos llevaron selva adentro. Estuvimos secuestradas durante un mes antes de lograr escapar. Nos violaron cada día distintos hombres”. Tan crónicas como la guerra son las violaciones al este del Congo.

Y detrás de todos los porqués: la guerra. “Nuestra cultura es machista y patriarcal, pero la violación jamás había sido aceptada. Cuando yo era pequeña los violadores eran expulsados de sus comunidades. Rechazados por su familia tenían que abandonar el pueblo y se veían abocados al vagabundeo y a los insultos. Es la guerra quien masificó la violencia sexual”, explica Vinciane. La inestabilidad en el este de Congo empezó con el tsunami humanitario y militar que dejó el genocidio ruandés, en 1994, y no ha cesado desde entonces. En este momento, Congo es escenario del peor conflicto del planeta, en el que participan grupos armados e intereses extranjeros. Y la vecina Ruanda sigue poseyendo los ases de la baraja de la desestabilización. El oro abunda en Beni. Los “cuarteles generales” de Beni no son ninguna base militar. Los batallones son de chicas con falda corta, maquillaje barato y labios malversados que aún no han cumplido los 18. Beben mbandule -un licor fermentado de banana- y reciben a los clientes con los brazos abiertos. Los burdeles son humildes casitas de madera añeja y techo de chapa, sin habitaciones. Trapos raídos separan los dormitorios sin intimidad. Hace poco más de un siglo el empleado de una naviera destinado en el puerto de Amberes observó que los buques de la línea de Congo llegaban cargados de marfil y caucho hasta las escotillas, pero que cuando soltaban amarras dirección a Congo transportan solo oficiales del Ejército, armamento y munición, cuenta Adam Hochschild en “El Fantasma del rey Leopoldo”. Aquel desconcierto llevó a descubrir que la benevolencia del comercio solidario del que se jactaba el propietario de la colonia, el rey belga Leopoldo II, y del que había convencido al mundo, no era tal, sino que detrás de la cortina de humo se escondía un salvaje crimen y un brutal saqueo que redujo la población congolesa en más de cinco millones de personas.

Una familia está cenando en su casa. Irrumpe un grupo de hombres armados, viola a la mujer en presencia de su marido y sus cinco hijos, le introducen armas y objetos cortantes en la vagina, obligan a los menores a tener relaciones sexuales con ella y descuartizan al padre delante de todos cuando intenta evitarlo. La escena es real, un ejemplo que se ha repetido miles de veces en la República Democrática del Congo (RDC) en una guerra atroz donde el cuerpo de la mujer es el campo de batalla. El relato anterior lo cuenta la periodista Caddy Adzuba en un vídeo de la artista madrileña Ouka Leele. Y no acaba ahí. La mujer y los niños fueron trasladados al bosque, donde permanecieron semanas. Ella, tras días sin verlos, preguntó por sus hijos. Los soldados le lanzaron una bolsa con cinco cráneos a modo de respuesta. “¿Por qué?”. Es lo que se preguntó esta víctima y también el título de la obra de Leele (PourQuoi?), que pretende concienciar de las atrocidades que se han sucedido en el este del país desde hace dos décadas a cuenta de la explotación de los minerales. En la RDC hay quien dice que cuando Dios estaba haciendo el mundo dejó esta zona para el final y lo sembró de todo lo que le sobraba: oro, diamantes, madera, petróleo y el apreciado coltán, indispensable para toda la tecnología que usamos (móviles, ordenadores, tabletas). Es la explicación que daba la abuela de Papy Sylvain Nsala para argumentar la enorme riqueza natural del país, tal y como cuenta este sociólogo congoleño. Compartió mesa con Leele en una charla sobre el conflicto de la RDC en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. ¿Por qué? Se cuestiona Leele. ¿Por qué? Le preguntaba la mujer a los soldados. La explicación es tan bárbara como el resto de la historia: “Has estado comiendo carne todo este tiempo, no pensarías que íbamos a cazar para ti”. Cuando pidió que la matasen para acabar con el sufrimiento se negaron. “Sería demasiado fácil para ella”, reflexiona Adzuba. Pero si la pregunta es por qué ese ensañamiento contra alguien que estaba tranquilamente en su casa con su familia, que no había participado en conflicto alguno ni conocía de nada a aquellos hombres que irrumpieron en su hogar, la respuesta es otra. Se estima que más de medio millón de mujeres han sido violadas en la RDC en los últimos 20 años (el 70% en sus domicilios), una cifra que convive con otras igualmente trágicas: más de seis millones de muertos y tres millones de desplazados. Desde el genocidio en Ruanda en 1994, el país vecino vive en un estado de conflicto prácticamente permanente, alentado según la ONU por la propia Ruanda, que se beneficia de un barato expolio de sus recursos naturales: la zona está sembrada de suculentos intereses para empresas y países de todo el mundo. Esto sigue sin explicar por qué son ellas las que pagan el pato. Según Nsala, desde la crisis de los noventa, es ella la que comenzó a sacar adelante la sociedad. Era responsable de la familia y de la economía. “Las guerrillas saben que si quieren destruir a un pueblo tienen que destruir a la mujer primero”, relata. El sufrimiento no acaba en la violación. Ni siquiera en las secuelas físicas que deja de por vida, ya que introducen en la vagina cuchillos, trapos sucios, objetos infectados, piedras… Sigue después porque una violación es un tabú para la sociedad, que le da la espalda a quien la ha sufrido, incluido su marido, que no suele soportar tal ‘mancha’ ni se arriesga a contagiarse de las probables enfermedades de transmisión sexual que su pareja ha contraído.

Ouka Leele es el nombre artístico de Bárbara Allende Gil de Biedma (Madrid, 29 de junio de 1957), una artista, pintora, poeta y fotógrafa española. Fue una de los protagonistas principales de la ‘Movida madrileña’ de comienzos de la década de 1980. De formación autodidacta, destacan sus características fotografías en blanco y negro coloreadas y sus grabados. Mezcla las tradiciones españolas con un gran colorido típico de esta artista. Ouka Leele entiende la fotografía como “poesía visual, una forma de hablar sin usar palabras”. Compañera de fatigas de artistas como Javier Mariscal, Ceesepe, Alberto García-Alix o Pedro Almodóvar, residió en Barcelona, Madrid o Nueva York desde su juventud. Su obra se ha expuesto en ciudades como París, Londres, Tokio, São Paulo, Tel Aviv, Shanghái, Beijing, Roma, Buenos Aires, Colonia… entre otras. Su nombre artístico tiene su origen en una obra del pintor ‘El Hortelano’, un mapa de estrellas inventado completamente por él, en el cual aparecía la constelación llamada ‘Ouka Lele’.

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