España y México no se olvidan del cantautor canadiense, quien se ‘naturalizó’ andaluz con el “Verde te quiero verde” del poeta más importante de la literatura española en el siglo XX, asesinado en Granada, el 18 de agosto de 1936, apenas un mes después de iniciada la Guerra Civil…

SANTIAGO J. SANTAMARÍA GURTUBAY

Leonard Cohen, nacido en la fría Montreal, vivió su vejez en Los Ángeles, donde murió en 2016, a los 82 años, tras presentar su último disco, ‘You want it darker’, en un evento en la residencia del embajador de Canadá. Acudieron periodistas de todo el mundo a los que saludó diciendo: “Amigos, muchas gracias. Algunos habéis venido de muy lejos y os lo agradezco. Otros habéis atravesado Los Ángeles en coche. Se tarda más o menos lo mismo. Gracias también”. Unos días antes, había avisado al mundo de que se sentía cerca de la muerte: “Estoy preparado para morir”, dijo en una entrevista con el director de The New Yorker que dio la vuelta al mundo. Este 21 de septiembre, en ciudades de todo el mundo, no pasó desapercibido el lunes que hubiera festejado su 86 cumpleaños. Conmueve recordar que al recibir el Premio Príncipe de Asturias delas Letras, de manos de un ahora Rey, Felipe VI, el cantautor y poeta canadiense evocó -como Albert Camus al llegar al Nobel- las notas y acordes que le enseñó un viejo maestro de guitarra en una sola sesión. Fue única clase de guitarra con aquel maestro que se suicidó en el misterio antes de que éste pudiera tomar una segunda clase y, sin embargo, al paso de los años el discípulo llegaría a recibir no sólo el prestigiado premio de Oviedo sino el reconocimiento y admiración de millones de devotos seguidores que hoy intentamos rendirle homenaje. Es curioso que en aquel discurso en la ciudad bañada por el Mar Cantábrico, Leonard Cohen evocase a un maestro fugaz y efímero y armara con palabras recitadas como en soneto un homenaje a la guitarra española, su primera guitarra de veras con la evocación del olor de cedro y la nobleza que resuena en ciertas pijas de cerezo.

Sucede que, en realidad, es difícil cuadricular un retrato fiel de Leonard Cohen. Antes de grabar su primer disco ya era un autor publicado de un poemario, ‘Flores para Hitler’ de 1964. Se dice que cuando aterrizó en los bajos de Manhattan en esa década psicodélica que se abría con los aullidos que quedaron de los años cincuenta y florecía con todas las utopías que prometían los sesentas, muchos de los ya consagrados cantautores del escenario policultural y libertario de Greenwich Village no sólo lo habían leído, sino que lo memorizaban en madrugadas flotantes, canciones hipnóticas y paseos interminables que poco a poco contribuyeron para convencer a Leonard Cohen para que sustituyera la pluma por la guitarra, o por lo menos, que se convenciera de que su sustento y gloria quedaban mejor garantizados con canciones que con poemas cuya música no siempre encuentra eco en la lectura silenciosa de los pocos afortunados que compraban sus libros. No resulta fácil encontrar en Montreal discos de segunda mano de Leonard Cohen, menos aún libros. Hallar vinilos o primeras ediciones ya es casi imposible. Hay una razón simple para ello: la gente no se desprende a la ligera de sus cosas de Cohen. Así son los ‘cohenitas’, personas que custodian su colección como un tesoro insustituible. Unas de las cosas que se descubren, no sin pasmo, tras muchas horas de vuelo con la música de Leonard Cohen es que, en realidad, Cohen no tiene canciones de amor. De amor romántico, quiero decir. Al menos, en la biografía de 800 páginas de Sylvie Simmons que acaba de aparecer en España, ‘Soy tu hombre. La vida de Leonard Cohen’, el norteamericano sale siempre caminando de sus relaciones, sin trauma o secuela. De hecho, llama la atención el aparente desdén que imprime a algunas canciones o poemas en las que relata lances de amor.

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El cantautor de Montreal tampoco tiene canciones protesta. En su vida no hay nada parecido a un pronunciamiento político, más allá de un dudoso arrebato sionista con ocasión de la guerra del Yom Kippur, que llevó a Cohen a querer alistarse en Tsahal y en la que más modestamente terminó cantando en el desierto del Sinaí para soldados israelíes. Pero el judaísmo en Cohen, que es auténtico y vivido, no es expresión de una creencia religiosa fuerte, sino un venero inagotable de imágenes literarias, que alcanzan su gloria en canciones como ‘Who by Fire’ y ‘Hallelujah’. Tampoco es fácil, curiosamente, oír lo que Cohen tenga que decir sobre la sempiterna querella entre Quebec y el Canadá inglés al que él pertenece. Proviniendo de una conocida familia judía y anglófona de Montreal, Cohen tenía muchas papeletas para caer mal en su provincia natal. En el imaginario del nacionalismo Cohen forma parte de ‘les autres’. Nacidos en Quebec, los anglófonos de Montreal no se dicen quebeckers, sino montrealers y nadie piensa en Cohen, seguramente él tampoco, como en un cantante ‘quebequois’. No parece haberse implicado mucho en los debates terrenales de su época. Pero no puede decirse que le fuesen indiferentes. Puede que sus canciones más políticas, en un sentido amplio, sean ‘The Future’ y ‘Democracy’, que forman un buen contrapunto dentro del mismo álbum. Ambas se apoyan de alguna manera en un mismo suceso: los disturbios de Los Ángeles de 1992. Se recordará el caso: tras la absolución de cuatro policías blancos que habían propinado una paliza a un chaval negro, miles de angelinos, negros y latinos, todos ellos desheredados, muchos organizados en bandas, se echaron a la calle de manera violenta, quemando, destrozando, saqueando y asesinando. Unas sesenta personas murieron en una de las revueltas de esclavos más brutales del siglo XX. Cohen vivió todo ello desde la ventana de su casa en Los Ángeles. Las imágenes apocalípticas de ‘The Future’ (I’ve seen the future brother: it is murder. He visto el futuro hermano: es el crimen) fueron inspiradas por esos sucesos. En ‘Democracy’, esa canción eufórica y brillante, la profecía (otro rasgo levítico) es portadora de buenas nuevas. Se puede decir que si ‘The Future’ anticipaba el 11-S, ‘Democracy’ vislumbra el advenimiento de Barack Obama.

Leyendo la biografía de Simmons se tiene la impresión de que lo más importante que le pasó al joven Leonard provino de España. Tendría unos quince años cuando paseaba junto a unas pistas de tenis y se sintió atraído por una música que venía del centro de un corro de chicas. Alguien tocaba la guitarra, alguna melodía romántica. Cohen quedó prendado, quizá no tanto de la música, como de su capacidad para tener imantadas a las chicas. Al desbandarse el grupo, Cohen se acercó y preguntó al guitarrista si podía enseñarle a tocar así. El hombre resultó ser español (algunas fuentes dicen que agitanado, las más fantasiosas, ciego). Al cabo de unos días se citaron en la casa familiar de Cohen en el bonito barrio de Westmount. El español le acomodó la guitarra en el regazo y le pidió que tocara algo. Cohen obedeció. El español tomó la guitarra y ajustó las clavijas para afinarla. Luego le enseñó una progresión de seis acordes y le pidió que los practicara; así hizo el joven Cohen toda una semana. El español no regresó. Leonard preguntó en el albergue donde sabía se hospedaba. Se había suicidado. Cohen ha referido esta historia alguna vez; quizá la versión más detallada la diera durante la entrega del Premio Príncipe de Asturias de las Letras: es una alocución emocionante que puede verse aquí. Dice Cohen (que no se acuerda del nombre de su enigmático profesor o se lo guarda para sí) que esos seis acordes que aprendió de su profesor español están en la base de todas sus canciones, lo que parece una deferente exageración pero no falso del todo. La verdad es que es una historia fantástica: tiene algo de viejo relato sapiencial, mesopotámico. Ahí está también la figura del santo o del místico que tanto obsesiona a Cohen. El documentalista o reportero tiene un buen material: yo empezaría hurgando en los archivos del Consulado de España en Montreal, por si obrase la partida de defunción de ese anónimo español al que todos debemos tanto.

Mientras escribo esta columna de EL BESTIARIO para EL DESPERTADOR como postal de felicitación para Leonard Cohen, no he podido dejar de oír el LP de vinilo de 1974, ‘New Skin fot the old ceremony’ y sus 13 canciones: ‘Is this what you wanted’, ‘Chelsea hotel # 2’, ‘Fiel commander’, ‘Why don’t yoy try’, ‘There is a war’, ‘A singer must die’, ‘I tried to leave you’ ‘Who by fire’, ‘Take this longsing’, ‘Leaving green sleeves’… y ‘Lover lover lover’. En este ‘New skin for the old ceremony’ aparecen por primera vez instrumentos como el banjo, la mandolina, las percusiones o el violín. En cuanto al contenido, cabe destacar ‘Chelsea Hotel # 2’, que estaba dedicada a Janis Joplin. La portada era una reproducción de un grabado del Siglo XVI, donde se veía a dos ángeles haciendo el amor en pleno vuelo. En España fue censurada con un ala postiza tapando los cuerpos de los ángeles. El dictador Francisco Franco tardó en morir y no lo hizo hasta el 20 de noviembre. El disco era el regalo que me había elegido y comprado con antelación mi padre Jacinto, para el 18 cumpleaños, apenas medio siglo atrás… No pudimos oírlo juntos, pues falleció apenas 36 días antes, un 19 de junio de 1974. ‘Nueva piel para la antigua ceremonia’.

Hay otro español al que Cohen admira y debe gratitud eterna. Esta vez, no era un anónimo guitarrista flamenco, que vivía en del umbral de la pobreza, hasta que el maestro Paco de Lucía, logró que estos acompañantes de los cantaores como Camarón de la Isla, fueran reconocidos por su arte. El nombre del andaluz que impresionó también a Leonard era bien conocido: Federico García Lorca. Cuando empezaba el de Montreal a emborronar cuartillas notaba que los versos le salían extraños o impropios. No había encontrado una voz: su voz. Hasta que encontró a Lorca. “Vagaba por las librerías de Montreal cuando tropecé con uno de sus libros; lo abrí y mis ojos vieron estas palabras: ‘Por el arco de Elvira/voy a verte pasar/para sentir tus muslos/y ponerme a llorar’. Pensé: esto es lo que quiero para mí… Volví a leer ‘Verde que te quiero verde’. En otra página: ‘porque me arrojará puñados de hormigas’. Y en otra página: ‘sus muslos se me escapaban como peces sorprendidos’. Sabía que había encontrado mi hogar. Así que hoy, con inmensa gratitud, puedo saldar mi deuda con Federico García, al menos una esquina, un fragmento, una migaja, un electrón de mi deuda, dedicándole esta canción, una traducción de su poema, Pequeño Vals Vienés, Take this waltz…”. Cohen no exagera su amor por el poeta granadino. Llega al punto que llamó a su hija Lorca.

Otro trabajo fantástico de volcado poético lo hizo Cohen en ‘Alexandra Leaving’, esta vez sobre un poema de Constantin Kavafis, ‘Los dioses abandonan a Alejandro’. En España se ha rendido tributo a Cohen en numerosas ocasiones. Enrique Morente, que llegó a ser un buen amigo del cantante, tuvo unas visiones flamencas de ‘First we take Manhattan’, ‘Hallelujah’ y alguna más en su álbum ‘Omega’. Y en el disco homenaje ‘Acordes’ con Leonard Cohen hay acertadas versiones de ‘Famous Blue Raincoat’ y de ‘Chelsea Hotel #2’… El canadiense ‘naturalizado’ andaluz, Leonard Cohen, saboreó la gloria literaria, ha sido una estrella del rock. Ha hecho un buen trabajo y lo sabe. Tantas tonterías que se dicen de Leonard Cohen: que si es depresivo y deprimente, que si sus canciones son demasiado tristes. Este hombre no era para nada un depresivo. Estas canciones, pienso, no son tristes. El secreto de Leonard Cohen es este: ha sido feliz. Y está celebrando ya con sus compadres Federico García Lorca y Constantin Kavafis y el visionero flamenco Enrique Morente, su llegada a la eternidad. Creo que le debemos muchas cosas maravillosas a Leonard Cohen, quien con su poesía y guitarra no ha dejado de acompañarnos en momentos importantes de nuestras vidas, como este del COVID-19, el del ‘Cisne Negro’ que no deja de volar sobre Cancún, Solidaridad, Chetumal y otros pueblos de Quintana Roo. No quiere irse como aquel otro distópico regalo de la Naturaleza, el huracán Vilma, que no quería marcharse…

El amor brujo’ es un ballet con cante jondo de Manuel de Falla; quizá sea su obra más conocida. La obra es de carácter marcadamente andaluz, tanto en lo musical como en lo literario. La obra incluye las famosas ‘Danza ritual del fuego’, ‘Canción del fuego fatuo’ y ‘Danza del terror’. Una historia de hechizos y de brujería, donde el espectro del amante muerto de Candela se le aparece celoso ante sus amores con Carmelo. Candelas, una mujer joven, muy bella y apasionada, ha amado a un gitano malvado, celoso y disoluto, pero fascinante y zalamero. Aunque vivió con él una vida de infelicidad, lo amó intensamente y lloró su pérdida, incapaz de olvidarlo. Los recuerdos de él son como un sueño hipnótico, un hechizo morboso, espantoso y enloquecedor. Por fin los amantes, Carmelo y Candelas intercambian el beso que derrota la maligna influencia de un espectro de gitano, que perece vencido definitivamente por la vacuna del amor.

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