Roberto Hernández Guerra

Que nuestro país sufra represalias de los socios del norte al aplicar aranceles a sus exportaciones, o que logre atraer gran número de empresas maquiladoras al corredor del Istmo, poca diferencia habrá si no se modifica la estructura salarial. Las cifras del pasado reciente nos dan un indicio del desequilibrio: en el año 2009 los ingresos de los trabajadores del sector manufacturero, del cual la maquila de exportación es determinante, representaban el 52 % del ingreso empresarial, mientras que en 2016 se redujo al 28 %, no obstante a que el valor de la producción y las horas trabajadas se incrementaron en ese período. De ahí en adelante las cosas no mejoraron.

Otro dato revelador es que el sueldo promedio en el sector manufacturero de exportación es en la actualidad de 14,213 pesos al mes, menor al promedio de ingreso del total de los trabajadores inscritos en el Seguro Social que es de 14,300 pesos. Pero aún hay más para comparar. En 2020 el salario mínimo en China era de 49.85 dólares mensuales, mientras que el de México era de 112.75; para 2020 el del país asiático era 318.85 mientras que el nuestro era 60% menor, equivalente a 198.75.  Sin duda que crecimiento del mercado interno chino se explica por la mejoría en los ingresos de los trabajadores.

No necesitamos buscar muy lejos para comprender que nuestros problemas de desigualdad económica se deben a un proceso de precarización del trabajo, manifestado en la disminución constante de la participación de los trabajadores en la distribución del ingreso. Pero como en un “juego de suma cero”, lo que para unos es pérdida para otros es ganancia

 El comercio entre las naciones se ha caracterizado por lo que los economistas llaman “intercambio desigual”. Esto es, una tendencia histórica a que los precios de los productos que exportan los países con menor nivel de desarrollo tiendan a descender en relación a los que exportan los desarrollados; los primeros considerados “periféricos” y los otros “centrales” en el contexto de la economía-mundo en que ambos coexisten.

La explicación a este fenómeno, raíz del subdesarrollo económico y social, no está en que aquellos cuyos precios descienden sean productos agrícolas o mineros y los otros, productos industrializados, sino en su origen; o sea que los provenientes de los países “periféricos” tienden a descender y los de los países “centrales” a ascender. El economista Arghiri Emanuel en su obra “El intercambio desigual” (1964),  pone como ejemplo el hecho de que “la industria textil  (que) era uno de los pilares de la riqueza de los países industriales… desde que se convirtió en la especialización de los países pobres, sus precios alcanzan apenas a procurar un salario de miseria a los obreros que los producen… aunque la técnica empleada sea la más moderna”. Es, a final de cuentas, las diferencias salariales entre unos y otros lo que permite los bajos precios, ya que el porcentaje de ganancia de los capitales tiende a nivelarse, por la movilidad que tiene este factor de la producción.

En los tiempos de la globalización neoliberal, el fenómeno de la transferencia de riqueza de los países “periféricos” a los “centrales” ha tenido una característica especial: aun cuando se han dado incrementos en el precio de las materias primas modificándose la tendencia secular al deterioro, aquella se mantiene por la vía de la relocalización de las industrias, que se dirige a países con bajos salarios. 

Aquí podemos comparar lo que le pasa a los países que como el nuestro, que se esperanzan en la llegada de empresas maquiladoras provenientes de Asia, con el castigo del rey Sísifo, condenado a empujar una gran piedra desde la base de la montaña a la cima para ver como caía de nuevo rodando hasta el punto de partida. Ambos, el país maquilador que por más que se afane en producir no sale del subdesarrollo y la del personaje de la mitología griega, son claros exponentes de la angustia que produce “el sentimiento trágico de la vida”, que analizara en su libro del mismo nombre el filósofo español Miguel de Unamuno y para quien la única solución era creer en Dios. ¿Nos queda a nosotros alguna otra esperanza?