Una necrópolis convertida en metrópolis, en este cementerio de El Cairo, ‘cohabitan’ los muertos con un millón de vivos, no lejos del Museo Egipcio que acoge a las momias en la plaza Tahrir, entre ellas las de Tutankamón…

SANTIAGO J. SANTAMARÍA GURTUBAY

No hay motivo para tener miedo de los muertos”, sonríe Fathiya. Ella, su marido y sus seis hijos viven en el panteón de la familia Zaruq, un notable de la época otomana cuyos descendientes siguen siendo enterrados bajo las losas sobre las que tiende la colada y corretean los pequeños. El mausoleo, cuyo pórtico testimonia un pasado mejor, se halla en la calle Al Hasan al Malakia de Qarafa, el conjunto de cementerios de El Cairo conocido como la ‘Ciudad de los Muertos’. La escasez de pisos asequibles confina a 15 de los 80 millones de egipcios a vivir en infraviviendas, algunas tan insólitas como barcas de pesca en el Nilo, chamizos levantados sobre las azoteas o panteones en los cementerios. Pero el lugar en el que vive Fathiya se parece poco a un camposanto occidental. Las construcciones funerarias dan fe de la tradición egipcia de sepultar a los muertos en ‘habitaciones’ que permitieran a sus familiares pasar con ellos el duelo de cuarenta días. “Llevamos 27 años viviendo aquí”, cuenta mientras franquea el paso hacia el soleado patio bajo el que se hallan las tumbas. Tras el zaguán se perciben dos pequeñas habitaciones y una cocina. No tiene agua corriente ni electricidad, pero no se queja. Sin duda le hubiera gustado tener una casa más convencional. “Imposible al precio que están los alquileres”, se resigna. Además, está acostumbrada al cementerio. Ha vivido aquí toda su vida ya que su padre, Ali Mustafa, trabaja de enterrador desde que hace 60 años emigrara a la capital huyendo de la miseria de Sohag, en el Alto Egipto. A sus 81 años, Ali Mustafa no sólo sigue activo sino que es la memoria histórica del lugar. Conoce a cada una de las grandes familias que tienen a sus muertos enterrados en este sector de la necrópolis. Así que cuando supo que Fathiya se iba a casar, no le costó mucho convencer a los Zaruq para que les confiaran a ella y su marido el cuidado del mausoleo a cambio de poder vivir en él. Otros pagan unas libras a los guardianes del cementerio para que les dejen alojarse en su recinto. No es anecdótico. El Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de la ONU ha mostrado su preocupación por el fenómeno: un millón de egipcios residen entre los muertos.

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Unos 50.000 viven en tumbas propiamente dichas. El resto se apretuja en infraviviendas construidas sobre antiguos sepulcros. Algunos han tirado cables del poste eléctrico más cercano o desviado conducciones de agua. Incluso han surgido pequeños talleres, tiendas, bares… Incluso ‘plazas 21’ como la existente, años atrás, en Cancún, hasta que desde el Gobierno de Benito Juárez se apostó por atomizar sus burdeles, sus putas, sus proxenetas, sus asesores fiscales, sus ingenieros en sistemas… y otro sin fin de empleados y empleadores, por toda la ciudad, principalmente en regiones y colonias y como no, en la Zona Hotelera…, atendiendo a los siete pecados capitales, que mueven su buen lana en el Caribe Mexicano. No seamos ingenuos. Es una constante en todos los paraísos turísticos de la Tierra, incluido Jan el-Jalili, el bazar antiguo de la ciudad cairota. Es una antigua zona de comercio. También de antros como el café de Fishawi que puede estar seguro estará abierto cuando usted pase por allí, ya que lo ha esta en forma continua, día y noche, por más de 200 años. Su interior acogedor, aunque un poco claustrofóbico, está decorado con espejos por todos lados. En Jan el-Jalili se puede visitar el callejón Midaq, lugar donde está ambientada la novela ‘El callejón de los milagros’ de Naguib Mahfuz (Premio Nobel de Literatura en 1988). El deambular de transportistas con sus carros tirados por animales o pequeñas y un tanto destartaladas camionetas europeas Mercedes, Peugeot, Renault…, descargando mercancía es una constante. Los coches del año aparcados frente a algunos ‘pubs’ o ‘puticlubs’ apuntan a cierto progreso socioeconómico de sus ocupantes.

La ‘Ciudad de los Muertos’ es un gigantesco cementerio que en su día, tras la ocupación del Sinaí por parte de Israel en la Guerra del Yom Kipur (1973), fue utilizado por miles y miles de desplazados egipcios como vivienda. También llegaron miles y miles de agricultores que vieron cómo el Nilo, en sus ancestrales crecidas ya no deposita en sus tierras el limo, un fertilizante natural. Una obra faraónica, como fue la presa de Asuán, construida por el general Nasser y sus socios de la antigua Unión Soviética, sirvió para amortiguar los efectos en vidas humanas de las bíblicas crecidas del Nilo, pero nadie tuvo en cuenta la retención del limo, arrastrado por las aguas que llegan desde el Lago Victoria en Tanzania. Es verdad que se salvaron miles de monumentos, como es el caso de Abu Simbel, acorralados por el amenazante río más largo del mundo. Gamal Abdel Nasser Hussein, nacido en Alejandría, en 1918, murió en El Cairo, en 1970). Militar y estadista egipcio y el principal líder político árabe de su época, conocido impulsor del panarabismo y del socialismo. Ocupó el cargo de presidente de Egipto desde 1954 hasta su muerte en 1970.

En realidad, esta ‘Ciudad de los Muertos’ podría llamarse el cementerio de los vivos, como decía Juan Goytisolo, residente desde hace más de veinte años en la ciudad marroquí de Marrakech, donde falleció en 2017. Es el único escritor español que domina la lengua árabe dialectal desde el Arcipreste de Hita. Este catalán es autor de obras de obligada lectura si uno desea adentrarse en el ignorado mundo árabe, aderezado, en ocasiones, de otras culturas bereberes, como ocurre en el Norte de África, desde Marruecos a Egipto, pasando por Túnez, Argelia y Libia. El autor de “El problema del Sahara”, “Crónicas sarracinas”, “Makbara” y “Estambul”, se sintió muy a gusto con algunos de los vivos de esta ciudad. “Es una abigarrada y fascinadora aglomeración urbana rebosante de vida. La muerte en la cultura occidental es ocultativa. Yo viajé a El Cairo y logre vivir en la ‘Ciudad de los Muertos’. Es un cementerio enorme, donde vive un millón de personas: se han construido bloques de casas rodeados de tumbas y al mismo tiempo hay mausoleos donde las familias o descendientes de los guardianes de las familias que a lo mejor han desaparecido, viven en los panteones. Hay mausoleos grandes, algunos con televisión en color. Logré dormir en uno de estos mausoleos, que para mí fue una cura maravillosa. La muerte en Madrid, París, Londres, New York… se ha vuelto clandestina”, comentaba el militante heterodoxo español Juan Goytisolo.

Esta clandestinidad, sobre la que insiste el que fuera el escritor más ‘rojo’ y ‘maricón’ en las comisarías de la policía política de la España de Franco -de lo cual siempre se vanaglorió-, no es un paradigma en la ‘Ciudad de los Muertos’. Para nada. Sus habitantes, como en general los mexicanos, no parecen sentir angustia alguna en la convivencia diaria con la muerte. Lo pudimos comprobar en una de las visitas que se vuelven obligatorias, a todas luces, si quiere uno adentrarse en el laberinto mágico de El Cairo, Al-Qahira, la madre de todas las ciudades, la ciudad de los mil minaretes, como la denominan los amables cairotas, protagonistas, de la que se conoció ya como la ‘Revolución del Nilo’, y que derivó, al final, en una nueva dictadura militar, con Abdelfatah El Sisi como presidente vitalicio, al menos por ahora. Mi visita a este lugar la hice acompañado de Isabel Aldalur Errasti. Después de varias jornadas conociendo este lugar, terminó dándole la razón al anuncio -que aparecía por aquel entonces en la contraportada de la revista Newsweek- de la cadena de hoteles Hilton, donde una de las acompañantes gritaba “¡Llévame al Hilton!”. Le entendía a Isabel. Durante muchos años vivió en Dublín, Irlanda, y Colonia, Alemania. Era su primer encuentro con un ‘marrón’ del tercer mundo y de tal magnitud como este de ‘La Ciudad de los Muertos’. Creo que si cualquier vecino de Cancún, Playa del Carmen, Chetuma o de cualquier otro municipio de Quintana Roo se da un salto a Egipto, aparte de ver las pirámides de Giza, los templos de Luxor y Karnak, darse un crucero por el Nilo hasta Abu Simbel, siempre va a recordar una visita a este cementerio de descendientes de mamelucos. Los mamelucos fueron esclavos, en su mayoría de origen turco, procedentes de Asia Central, de las zonas del Mar Negro y más al norte, islamizados e instruidos militarmente que en sus inicios sirvieron como soldados a las órdenes de los distintos califas abásidas. El primer escuadrón de mamelucos fue formado en 1801. Numerosos mamelucos formaron parte del ejército napoleónico, entre ellos Rustam Raza, quien sería el sirviente personal y guardaespaldas de Napoleón Bonaparte. Constituyeron un escuadrón adscrito a los cazadores a caballo de la Guardia Imperial y sirvieron en Bélgica. Tras la batalla de Austerlitz se convirtieron en un regimiento. Los mamelucos entraron en España en marzo de 1808, llegando a Madrid. Formaron parte de la escolta de honor del Gran Duque de Berg, Joachin Murat, y fueron acuartelados en Carabanchel, donde les sorprendió el levantamiento de los españoles contra los franceses del 2 de mayo, cuya ‘fotografía’ oficial, es un lienzo de obligada visita en el Museo del Prado de Madrid, del pintor aragonés Francisco de Goya. Tras la caída del Primer Imperio, se dispersaron. Muchos de ellos fueron asesinados en Marsella durante el Terror Blanco. Solían ir muy bien armados: disponían de un trabuco, una cimitarra, dos pistolas que solían llevar al cinto junto a un puñal, y una maza de armas o un hacha que llevaban pendiente del arzón de la silla de montar.

La relación árabe con los muertos en este cementerio egipcio, no lejano a Tahrir, escenario las caídas del ‘faraón’ Hosni Mubarak y el ‘hermano musulmán’ Mohamed Morsi, me llamó la atención, diría más, comencé a abandonar mi lectura exclusivamente social, de la pobreza, aderezada por una formación de mis profesores jesuitas y de los autores de moda desde el Mayo del 68 francés. En este lugar de vida o muerte, ambas se mezclan de forma natural. Los niños emulan a Leo Messi, Cristiano Rolando o a nuestros ‘Chicharito’ o Carlos Vela, jugando ociosamente al fútbol, encima de anónimas sepulturas, sin nombre o con restos del nombre ilegible del muerto, entre vestigios de osamentas… Caminaba por aquellas calles de ‘La Ciudad de los Muertos’ imbuido de una extraña paz. El inacabable cementerio musulmán es también un lugar de enamoramiento, donde erotismo y muerte van de la mano y donde el hombre comparte naturalmente su tiempo con los muertos.

Tengo que reconocer que mi encuentro con ‘La Ciudad de los Muertos’ me sirvió en la vida para tener una nueva actitud ante la muerte y ante el mundo occidental. Camposanto cairota de los mamelucos miserables y soberbia acrópolis de vivos y muertos, desierto de piedras y mezquitas, con alminares en forma de candelabro, parejas, solitarios, familias, hervidero infantil, sábanas blancas ávidas de sol secador, irrisorios hornillos de carbón o gas butano, grafitis en las paredes con autores anónimos, emuladores de Banksy prolífico artista del street art británico, nacido en Bristol, respetuosos de las tumbas de sus muertos anónimos… El occidental no acepta la muerte de forma natural y vive de espaldas a ella. En nuestras sociedades, simbolizadas en metrópolis como Nueva York, el ser humano ha sido privado de su derecho a vivirla -la muerte- como el desenlace natural, pues la parece una terrible angustia que lleva a ocultarla y alejarla de su vida. La sola idea de una coexistencia diaria con la muerte suscita un sentimiento de angustia y rechazo. Por ello, las comunidades occidentales, separamos los cementerios, mediante ‘fronteras rigurosas’, del resto del espacio urbano. Son ámbitos de angustia y terror, donde los vivos penetran a hurtadillas y nos escabullimos aprisa y corriendo. En oposición a nuestro mundo, el ‘La Ciudad de los Muertos’ o en otros cementerios musulmanes -makbara- donde el árabe habita o los visita todos los viernes, compartiendo con sus muertos de una forma más natural y aceptan la muerte como un ‘desenlace natural’. Gracias a ese contacto, los vivos se integran a un mundo que inexorablemente será suyo, fortaleciendo y apaciguando por dicha convivencia fecunda. Nosotros en nuestro vacío intento de llevarnos consigo la riqueza, tratamos de perpetuar en el cementerio nuestro estatus social y material, mediante la construcción de panteones o mausoleos suntuosos. Hay que leer el ‘Libro de los Muertos’, la democratización del ‘Más Allá’, la muerte no era el final de la existencia y no solo se beneficiaban los faraones.

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