José Juan Cervera

El renombre literario es una meta fulgurante y vocinglera a la que muchos aspiran, aun si para paladear sus mieles tienden a descuidar el pulimento de sus recursos internos, los cuales crecen en lugares sombríos, arrebatados al ruido y al ensordecimiento aprensivo.

Claro que se puede ser sordo a unas voces y a otras no, así como algunos elogios son admisibles y hay expresiones de encomio que merecen ponerse en cuarentena, pero las elecciones individuales siempre están marcadas por una perspectiva general de la vida que asienta sus cimientos en la experiencia y suele matizarse entre arrebatos de confusión y los mimos de unas cuantas mentiras piadosas.

No hace falta ponderar el comedimiento de Julio Torri (1889-1970) para estimar las cualidades de su prosa, si bien el discreto enlace que tiende entre ésta y aquél sea mucho más que casual, y acaso tenga más peso del que puede acopiar la balanza de los mercaderes. El coahuilense despierta simpatías de inmediato, traza instructivos derroteros y apacigua malas conciencias siempre que las mira con indiferencia.

Hay mucho de reflexión y de miga intuitiva en la serena contención de sus textos, y en algunos de ellos se burla de aquellos que van tras las reverberaciones engañosas de una fama elusiva, que suponen preñada de eterna fiesta y de encumbradas sensaciones, sin medir las estancias insípidas en que puede condenarse a habitar el espíritu tocado de sus aún no asimilados primores.

Las actitudes que favorecen los frutos de la escritura y el significado de fondo que envuelve la vocación del creador literario son asuntos que atraen la atención de Torri, y a los que subordina el brillo exterior que puede arrojar el reconocimiento público; por eso gusta de referirse a la mudanza de las vivencias, al cambio de posiciones en la experiencia mundana y al deterioro de todo lo que pueda deslumbrar o apetecerse.

En sus “Meditaciones críticas”, incluidas en su libro Prosas dispersas, Torri hace valer esas inquietudes y las enfoca no sólo en las metas que persigue cualquier escritor que vaya tras la atención de los demás y la gloria que pueda dulcificar su anhelo sino también en el más cómodo caso —al menos en apariencia— de los autores que han visto consagrada su pluma en un risco de la celebridad, que igual puede desmoronarse, provocar vértigo o disminuir frente a la acción de fuerzas ajenas que amenazan su permanencia.

Y asimismo está la enconada disputa en que incurre quien busca sacudirse de encima a cualquiera que pueda hacerle sombra, o limitar el avance del que se mueve hacia su mismo objetivo. De tal modo, cuando Torri lanza el símil de lo que denomina “Política femenina de los literatos”, arguye lo siguiente: “Así como una mujer bonita nunca elogia a una que lo sea más, el escritor que se administra bien se guarda de ensalzar a un posible rival; ayuda a los que empiezan, empero jamás a los que ya están cerca de la meta.”

El agudo prosista se concede tiempo para plantear lo que sucede cuando un autor ha logrado darle resonancia a su nombre, y cómo éste va perdiendo terreno en la consideración general desde el momento en que su obra es objeto de interpretaciones sesgadas, cuando se desvía el significado que propone y recibe epítetos superficiales. ”Poco a poco disminuyen en revistas y libros las menciones y referencias a lo suyo. Finalmente se le cubre con la caritativa sombra del olvido. ¿Resucitará?”

Una variante de esa condición es la del escritor prominente y aclamado a quien abruma un enjambre de seguidores que desluce su honra y su talento. “Tras sus libros y papeles se hallaba el autor célebre mascullando blasfemias contra la turba de sus discípulos que con sus fáciles imitaciones habían arruinado completamente sus poesías y su fama”.

Torri supo infundir a su obra la sustancia vital, sutil y persuasiva que distingue los valores estéticos perdurables por encima de la letra anodina que sucumbe a ras del suelo en que aspira a tomar forma, opaca y remisa.