Inosente Alcudia Sánchez

Inicio citando al AMLO opositor de hace 13 años: “Que no se utilice al ejército para suplir las incapacidades de los gobiernos civiles”.

Afortunadamente, a los mexicanos de hoy nos toca vivir una época en la que se advierte improbable que suframos la desgracia de una guerra. Ni de nuestros países vecinos, ni de potencias lejanas, se avizoran amenazas de violencia que demanden la actuación de nuestras fuerzas armadas. Aunque las imágenes de violencia y caos que vimos en Jalisco, Guanajuato y Chihuahua nos exponen escenarios parecidos a los de una conflagración, lo cierto es que se trató de una muestra del poderío de la delincuencia local y, por tanto, es un tema de seguridad pública. Sin embargo, son múltiples las voces que denuncian que el fantasma del militarismo recorre México.

A decir de algunos enterados, al asumir la presidencia de la República AMLO encontró condiciones que lo hicieron modificar una parte de su credo: la violencia y la inseguridad campeaban por buena parte del territorio nacional; la delincuencia, organizada o no, se expandía como humedad en madera vieja y las autoridades locales, salvo honrosas excepciones, eran incapaces de brindar seguridad a las y los ciudadanos. En los meses de transición el diagnóstico abrumó al presidente electo; pero, al mismo tiempo, descubrió una fortaleza inesperada: las fuerzas armadas.

En efecto, a pesar de sus desconfianzas y resquemores, a pesar de la imagen preconcebida sobre soldados y marinos, el presidente encontró que las milicias son una institución no sólo leal y disciplinada ante la investidura del titular del Poder Ejecutivo, sino que poseen capacidades técnicas y profesionales muy superiores a las obligaciones que les demanda su actuación en tiempos de paz. Más allá de la cuestionable retórica sobre la honestidad de las fuerzas castrenses, lo cierto es que en la SEDENA y en la SEMAR, AMLO descubrió un tesoro de recursos humanos (y materiales) con las cualidades y capacidades que no tenía su equipo civil de gobierno. Por eso, superando sus recelos, no sólo encargó a los militares la formación y preparación de la Guardia Nacional y la responsabilidad temporal de la seguridad pública del país –gracias a una excepción constitucional–, sino que les asignó tareas extraordinarias que suplen las atribuciones de diversas dependencias de la administración federal. Por si fuera poco, el talante de autoridad vertical que ejerce AMLO se acomodó perfectamente bien con la disciplina militar: no es lo mismo la “obediencia ciega” de los incompetentes y lambiscones, que la lealtad institucional y altamente capacitada del personal castrense. De esa manera, pronto el presidente tuvo que renegar de su credo y suplir las incapacidades de su gobierno civil utilizando a las fuerzas armadas.

El uso providencial de los militares para construir la infraestructura emblemática de la cuarta transformación, se juntó con las urgencias del presidente por hacer historia. Sin duda, el Aeropuerto Felipe Ángeles, el Tren Maya y la refinería Olmeca de Dos Bocas son obras que quedarán, para bien o para mal, como herencia de la cuarta transformación y ejemplo simbólico de la particular forma de ejercer la autoridad presidencial. Porque, además del papel de los militares, el presidente López Obrador será evocado por sus decretazos para darle la vuelta a las leyes y a la Constitución; por suplir las funciones del Poder Legislativo y evadir el cumplimiento de disposiciones del poder Judicial.

Después del escándalo del desacato, disfrazado de acuerdo de “seguridad nacional”, a un amparo otorgado por un juez federal para suspender la construcción del Tren Maya, en estos días lo que domina la discusión pública es el anuncio de que, también, con un acuerdo presidencial, adscribirá la Guardia Nacional a la SEDENA, a pesar de que para ello tendría que modificarse la Constitución. La militarización de la Guardia Nacional, acompañada de una acción inconstitucional, ha terminado de encender las alarmas sobre la naturaleza del régimen de la cuarta transformación, cada vez más ajeno a las prácticas democráticas y republicanas. Hasta la ONU se ha ocupado en recordarle al presidente que la “creciente militarización de funciones civiles básicas supone un debilitamiento de la institucionalidad democrática”.

Cito al presidente López Obrador: “¿Por qué quiero que haya una empresa de la Secretaría de la Defensa que sea la encargada de operar y administrar el Tren Maya, los mil 500 kilómetros del Tren Maya, las estaciones, los aeropuertos ‘Felipe Ángeles’, el aeropuerto de Palenque, el aeropuerto de Chetumal, el nuevo aeropuerto de Tulum, toda una empresa? ¿Por qué quiero que sea de la Secretaría de la Defensa que quede esa empresa? Lo primero es porque no quiero que se vaya a privatizar en el futuro y toda esa inversión pública, todo eso que es del pueblo, pase a manos, como lo han hecho, de particulares. Y si lo dejo dependiendo de la Secretaría de Comunicaciones, a la primera arrebatan; si lo dejo en Fonatur, igual”.

En sus intentos por explicar sus controvertidas decisiones, el presidente López Obrador tropieza consigo mismo: Qué le hace suponer que el próximo presidente, jefe de las fuerzas armadas, no revertirá sus decisiones –como hizo él con el aeropuerto de Texcoco o la Reforma Educativa o la Energética–. Ni siquiera el triunfo de alguna de las “corcholatas” le garantiza la continuidad de sus políticas. Siempre habrá que considerar la coyuntura, las circunstancias. El hombre (o la mujer) y sus circunstancias. AMLO debe empezar a aceptar que su mandato termina en 2024. Y lo primero que revisará quien lo sustituya será, seguramente, la estrategia de seguridad pública.