Pedro Baigorri murió en una operación militar en 1972, en las montañas de Colombia. La unidad de búsqueda de desaparecidos exhuma esta semana restos en un cementerio para tratar de localizarlo…

 SANTIAGO J. SANTAMARÍA GURTUBAY

Hace 49 años trabajaba en una agencia de noticias y recibió un fax que le heló la sangre: De Navarra, España, Guerrillero muerto. Era su hermano Pedro Baigorri Apezteguía. La noticia de que había sido asesinado en una operación militar en Latinamérica, a 8.000 kilómetros de su país, sacudiría para siempre a su familia. Era octubre de 1972, España estaba bajo la dictadura de Francisco Franco y “no era un buen momento para ser o tener un hermano guerrillero”, pensó la familia. Sin poder recuperar el cuerpo, ni hacer el duelo, se tragaron su dolor y enterraron algunas de las fotos y pertenencias del mayor de los hermanos, un hombre que fue cocinero de Fidel Castro y Ernesto Che Guevara y terminó como subversivo en las montañas colombiana. Pero jamás renunciaron a su búsqueda. Cinco décadas después existe una remota posibilidad de recuperar sus restos. Esta semana, la Unidad para la Búsqueda de los Desaparecidos (UPBD) de Colombia, creada a raíz del proceso de paz firmado en 2016 entre el Gobierno y las FARC, exhuma cuerpos en un cementerio de Curumaní (Cesar), en el norte del país. Allí, según varios testimonios, podría haber sido sepultado Baigorri o “el chef vasco”, como lo recordaban los viejos guerrilleros. La directora de la Unidad para la Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas, Luz Marina Monzón, supervisa las exhumaciones en el cementerio de Currumaní, Cesar, en el norte de Colombia. Baigorri murió junto a dos de sus compañeros, Tomás Antonio Arévalo y otra persona no identificada, cuando recibieron un ataque por parte de tropas del Ejército en La Serranía del Perijá, en los límites entre Colombia y Venezuela. En la misma operación murió Humberto Álvarez, un campesino del Cesar. Los padres del cocinero jamás supieron dónde había sido sepultado y hace 30 años denunciaron la desaparición ante la Fiscalía, pero no obtuvieron respuesta. Murieron con esa herida abierta. “Ha sido toda una vida de incertidumbre desde la muerte del tío Pedro. He crecido viendo a mi madre oscurecerse, llorar cada vez que rememora a su hermano. Hoy nos sentimos un paso más cerca de cerrar este ciclo de muerte”, cuenta desde España Pedro Mendia Baigorri. Mendia no lo conoció. Nació el mismo año en que murió su tío. Sin embargo, es quien ha armado el rompecabezas de su historia, acompañó a los viejos de la familia en la búsqueda y ahora recibe la información en directo de los trabajos forenses.

Desde Curumaní, Luz Marina Monzón, directora de la UPBD, explica que las labores de búsqueda se concentran en tres lugares. “En este cementerio recuperaremos cinco cuerpos de personas que se encuentran en un osario familiar, porque hay uno que podría corresponder a una persona desaparecida durante el conflicto armado”, dice. También analizarán los osarios comunes para determinar cuáles de los cuerpos depositados corresponden a ‘NN’ (Ningún Nombre), como se enterraron durante el conflicto a miles de víctimas sin identificar. Los que encuentren serán enviados al Instituto de Medicina Legal para ser identificados. La guerra en Colombia, que se prolongó durante cinco décadas, dejó 260.000 muertos y más de 80.000 desaparecidos, según Centro Nacional de Memoria Histórica.

Pedro Baigorri nació el 1 de noviembre de 1930 en Zabaldika (Navarra), y siendo muy joven comenzó a trabajar como cocinero en hoteles. También empezó a tener inquietudes políticas, aunque hablaba poco de ellas con su familia. Se empleó en el hotel María Cristina, de San Sebastián, donde por azar tuvo que preparar una comida especial para Franco, relata su sobrino. Luego fue jefe de cocina en un prestigioso hotel en Francia y allí conoció a Antonio Núñez Jiménez, un revolucionario cubano que lo llevó a La Habana. A través de las cartas y las fotografías que siempre enviaba a la familia, en España supieron que trabajó para Fidel Castro como cocinero y que, pudiéndose quedar en Cuba, decidió ir a Colombia, cuenta Mendia. Una vez en el departamento colombiano del Cesar se sumó a la entonces incipiente guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN). “En ese momento mi abuelo le escribió una carta diciéndole que vestido o desnudo, con problemas o sin ellos, dejara esa vida, que volviera a su casa”, agrega.

La respuesta fue otra misiva, la última, donde dejaría claras las razones que lo impulsaban a la lucha armada: “Morir en un encierro en Pamplona no tiene sentido. En cambio vale la pena morir para que la gente pueda comer. Vivo fiel a mis principios y a mis ideas, y en el fondo es un homenaje principalmente a vosotros. Nacemos y morimos y lo único que queda es el recuerdo de los seres queridos, pero la vida es dejar algo más. La felicidad no es tal si no es para todos”. Lo que ocurrió después se ha reconstruido a pedazos. Dos periodistas ahondaron en la historia. En 2017, Marco Tobón publicó el libro ‘Baigorri, un vasco en la guerrilla colombiana’; mientras Unai Aranzadi hizo un reportaje. “La primera vez que escuché hablar de un vasco que murió en Colombia tratando de abrir un foco guerrillero fue a principios del año 2005, durante una visita a un campamento del ELN. Año tras año fui descubriendo nuevos datos, y aquello que parecía una leyenda terminó siendo una conmovedora biografía”, escribió en su momento Aranzadi.

El periodista puso una denuncia en la Fiscalía colombiana y se reactivaron las posibilidades de conocer el paradero del cocinero. Pero también las circunstancias de su muerte. “Hemos sabido que mi tío no murió en un enfrentamiento de guerrillas sino en una emboscada, con una lluvia de balas y granadas, fuera de las reglas”, explica el sobrino. La familia de Baigorri- ya sin los abuelos que murieron “con el dolor de su hijo tirado en la tierra”- se comunicó con la Unidad para la Búsqueda de personas dadas por Desaparecidas y así comenzó el proceso que tiene a un grupo de forenses haciendo búsquedas en el cementerio de Curumaní. Se cree que años después de haber sido sepultados en un sitio cualquiera por el Ejército, la familia de Tomás Arévalo, que murió con él aquel día, “rescató” los cuerpos y los sepultó en un osario familiar. Pero nada es seguro.

Los trabajos durarán una semana más y la familia sabe que no será fácil ni rápido identificar a Baigorri. Después de 49 años, sin embargo, se sienten un paso más cerca de encontrar la paz. “Me hace mucha ilusión pensar que lo puedan encontrar. No contábamos con que allá se iban a interesar por nuestro hermano y sus compañeros. Fueron enterrados como ganado y que los encuentren será darles un poco de dignidad”, dice Mariángeles Baigorri desde España, la hermana del cocinero español.

El cementerio de Dabeiba, donde la Jurisdicción Especial para la Paz localizó una fosa común, el pasado martes. La puerta está abierta, pero el cementerio está vacío. Ni un vigilante ni el sepulturero, al que los vecinos llaman Ratón. Caminar sobre el césped, entre lápidas desgastadas y cruces, es como hacerlo sobre una alfombra acolchada. Junto a las tapias, la tierra removida. Es la mañana de Nochebuena y este fue uno de los escenarios del horror que convulsionó a Colombia durante el conflicto armado. El 14 de diciembre la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), el tribunal nacido de los acuerdos entre el Estado y las FARC, cuya misión es juzgar los crímenes de la guerra, anunció el hallazgo de una fosa común. Los investigadores localizaron en Dabeiba, un municipio de unos 20.000 habitantes a unas cuatro horas de Medellín camino de la costa del Caribe, los restos de al menos 50 personas. “Es horroroso. Ojalá se haga justicia”. La voz de Martha Oliva Rueda interrumpe la quietud del lugar desde la puerta de su casa, una construcción rodeada de flores improvisada en un montículo que linda con el cementerio.

Fueron, según el testimonio de un exmilitar y los indicios del caso, asesinadas por miembros del Ejército y después presentadas como guerrilleros caídos en combate a cambio de recompensas. Estas ejecuciones, el enésimo caso de una práctica sistemática llamada falsos positivos, ocurrieron entre 2005 y 2007 y son una pequeña muestra de los números de vértigo que dejó más de medio siglo de violencia. Además de los más de 260.000 muertos, según los cálculos del Centro de Memoria Histórica, un organismo público, hubo entre 80.000 y 100.000 desaparecidos, aunque el Instituto de Medicina Legal estima que todavía hay 200.000 cuerpos sin identificar. Víctimas de la guerrilla, de los paramilitares, de las Fuerzas Armadas. Oliva Rueda, de 55 años, también se presenta como víctima. Su marido, relata, desapareció hace 19 años mientras trabajaba en el campo. Ya bajo el porche de su casa, se disculpa por no poder ofrecer nada y afirma que su familia denunció a unos militares y recibió 12,5 millones de pesos (unos 3.400 euros actuales) de indemnización. “Entonces trabajaba en la gasolinera, salía en torno a las dos de la mañana y tenía miedo”. El temor era no llegar a casa. “Quienes hemos sufrido más la guerra hemos sido los campesinos”, continúa. “Ahora es más seguro, pero siempre había un combo de unos y de otros”, dice en referencia a combatientes y los grupos ilegales de la contrainsurgencia Jesús Abraham Cartagena, de 70 años, una vida trabajando la tierra.

Dabeiba, en el departamento de Antioquia (noroeste del país), fue azotada durante décadas por una tormenta perfecta de muerte e injusticias. Combatientes, paramilitares y sectores desviados del Ejército convirtieron este municipio en uno de los epicentros del conflicto. En el plebiscito sobre los acuerdos de paz con las FARC de 2016, en esta zona ganó el sí, como sucedió en casi todas las poblaciones más castigadas por la violencia. Hoy es un pueblo caótico y alegre que busca dejar atrás el pasado y celebró la Navidad con salsa y, sobre todo, reguetón hasta la madrugada. Pero el drama de las desapariciones, de la búsqueda de familiares y del cierre de las heridas va más allá. Años después de la firma de la paz, Colombia se enfrenta no solo a la transición que, de forma directa o indirecta, determina el debate político, sino a su memoria.

El Instituto de Medicina Legal es una de las entidades, junto a la JEP, a la Unidad de Búsqueda o la Comisión de la Verdad, encargadas de esa tarea. Según explicó su directora, Claudia García, quedan aproximadamente 200.000 cadáveres sin nombre en los cementerios y en las fosas clandestinas. Allí, a partir de esa estimación, es donde las autoridades tienen que buscar a los desaparecidos. En su opinión, el dolor generado tiene que servir para “dejar memoria en los jóvenes”, unir a la sociedad, en la que el conflicto dejó una brecha profunda, y reparar a las víctimas. Ellas, asegura, “son las que están más dispuestas a perdonar”. Una de las que siguió de primera mano los trabajos de la Jurisdicción Especial para la Paz hasta el cementerio de Dabeiba fue Adriana Arboleda, abogada y portavoz del Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes del Estado. Defiende que estas exhumaciones continúen y prosiga la investigación para que no se queden en buenas intenciones. Y para que todos los colombianos entiendan que “estos son crímenes atroces”. El tribunal señala, por ejemplo, sobre el último hallazgo: “Los indicios preliminares indicarían que se trata de hombres entre los 15 y los 56 años, con domicilio en Medellín y entre los que se encontrarían personas en condición de discapacidad”. En febrero, la corte escuchará el testimonio del general Mario Montoya Uribe, jefe del Ejército hasta 2008, a quien esta semana fue notificada una orden de comparecencia. La JEP explica que “podrá hacer un reconocimiento de verdad y responsabilidad o negar los hechos o aducir que carecen de relación con el conflicto”.

El presidente, Iván Duque, apoyó esa investigación. En los últimos meses, las Fuerzas Armadas han estado en el ojo del huracán por el regreso de esos fantasmas al imaginario colectivo. El ministro de Defensa, Guillermo Botero, tuvo que renunciar tras conocerse que ocultó una operación contra unos disidentes de las FARC en las que murieron menores. Y el comandante del Ejército, Nicacio Martínez Espinel, cuestionado por una directriz que alentaba a los soldados a mejorar resultados y por su pasado como segundo al mando de una brigada señalada por ejecuciones extrajudiciales, dejó su cargo el viernes alegando motivos familiares. Pero los llamados falsos positivos solo representan un porcentaje muy pequeño de las desapariciones forzadas. Según la Fiscalía, entre 1998 y 2014 hubo casi 2.250 asesinatos de civiles perpetrados por militares, la inmensa mayoría durante los dos mandatos del expresidente Álvaro Uribe.

 

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