EL BESTIARIO

SANTIAGO J. SANTAMARÍA GURTUBAY

Un siglo después, en tierras del Caribe, muy lejos de la Andalucía y del País Vasco, las Españas de Antonio Gala y Miguel de Unamuno, descubrimos una novela del escritor cubano Leonardo Padura, ‘El hombre que amaba a los perros’…

 

El protagonista Iván, aspirante a escritor y ahora responsable de un paupérrimo gabinete de veterinaria de La Habana, recuerda sus encuentros con un solitario personaje que solía pasear por la playa en compañía de dos galgos. Merced a las confidencias de ese hombre, Iván puede reconstruir las trayectorias vitales del ruso León Trotsky y de su asesino, el catalán Ramón Mercader, de cómo se convirtieron en víctima y verdugo de uno de los crímenes más reveladores de la historia y que tuvo a México como escenario. Muchas cosas les separaban pero había algo que les unía tanto a la víctima, como al asesino y al ‘relator’ cubano, Leonardo Padura: su amor por los perros. León Trotsky buscó refugio en nuestro país como lo ha hecho estos días Evo Morales, presidente de Bolivia. En el Aeropuerto de Cancún, dos empleados cubanos de Taca Airlines, ‘resucitan’ a un perrito fumigado, el otro ‘Cuento de Navidad’ de Charles Dickens en el Caribe Mexicano. El asilo político por razones humanitarias a Evo Morales ha colocado a México al frente de los Gobiernos progresistas de América Latina. Un liderazgo que el Ejecutivo de Andrés Manuel López Obrador se había rehusado a aceptar desde que asumió la presidencia hace un año. Las circunstancias, no obstante, han llevado a México a dar un paso hacia adelante, en consonancia también con la tradición de acogida que ha demostrado tanto con el exilio republicano español como con los refugiados centroamericanos. El sorpresivo pedido de auxilio de Evo Morales, al que México ha respondido con un amplio despliegue de medios, ha colocado a empujones al país frente a un nuevo escenario en el que eleva la voz para denunciar un “golpe de Estado” frente al silencio mayoritario del resto de Latinoamérica. Han llovido las críticas en las últimas horas desde la derecha mexicana, advirtiendo de una ‘bolivarización’ de la política en nuestro país. Creo que la estancia de León Trotsky no supuso una ‘trotskyzación’…

Diversos escritores, a lo largo del mundo y de las épocas, reflejan en sus obras su experiencia a la hora de compartir su vida con un perro. Recuerdo que para los jóvenes antifranquistas españoles Antonio Gala y su libro “Charlas con Troylo”, era una referencia ‘militante’. Esta obra es una clásica de la editorial Espasa Calpe, en la España en ‘transición’. No puede ser más elocuente el escritor andaluz al dirigirse a su adorado can: “En los últimos diez años Troylo, ¿qué no hemos compartido? Más sabes tú de mí que quienes me rodean, más que los periódicos, que mis comedias, más que mis poemas donde parece que se vierte como en un vaso de cristal, el alma”. La literatura española del siglo pasado nos ha dejado una conmovedora “oración fúnebre por modo de epílogo” del escritor vasco Miguel de Unamuno en su novela ‘Niebla’. Lo dedicó, no a los protagonistas principales -como era algo habitual por entonces y hasta obligatorio-, sino al perro Orfeo, “en favor del que más honda y sinceramente sintió la muerte de Augusto”, el personaje central de su ‘nivola’. Me sorprendió en mi juventud descubrir este ‘epílogo unamunoniano’, precedido de otra, si cabe, no menor genialidad del que fuera rector de la Universidad de Salamanca, algo revolucionario en el mundo hartamente realista de la novela de la Generación del 98 en España: el cabreo del protagonista contra su autor, cuando éste decide ‘matarlo’. “¡Don Miguel, por Dios, quiero vivir, quiero ser yo!”. “¡No puede ser, pobre Augusto, no puede ser! -le responde Miguel Unamuno-. Lo tengo ya escrito y es irrevocable; no puedes vivir más. No sé qué hacer de ti.

Un siglo después, en tierras del Caribe, muy lejos de la Andalucía y del País Vasco, las Españas de Antonio Gala y Miguel de Unamuno, nos encontramos con una novela del escritor habanero Leonardo Padura, ‘El hombre que amaba a los perros’. Trata de los años de la “derrota” de Trotsky, y que tiene como punto máximo su terrorífico asesinato en Coyoacán, México. Era uno de los organizadores clave de la Revolución de Octubre, que permitió a los bolcheviques tomar el poder en noviembre de 1917 en Rusia. Durante la guerra civil subsiguiente, desempeñó el cargo de comisario de asuntos militares. Negoció la retirada de Rusia de la Primera Guerra Mundial  mediante la Paz de BrestLitovsk. Tuvo a su cargo la creación del Ejército Rojo que consolidaría definitivamente los logros revolucionarios venciendo a catorce ejércitos extranjeros y a los ejércitos blancos contrarrevolucionarios durante la Guerra Civil Rusa; fue condecorado con la Orden de la Bandera Roja. Posteriormente, se enfrentó política e ideológicamente a José Stalin, liderando la oposición de izquierda, lo que le causó el exilio y posterior asesinato. Tras su exilio de la Unión Soviética, fue el líder de un movimiento internacional de izquierda revolucionaria identificado con el nombre de trotskismo y caracterizado por la idea de la ‘revolución permanente’. Era la ‘Cuarta Internacional’.

Pero volviendo al tema de los sentimientos individuales, no los sociales, Trotsky sufrió de serias limitaciones para desplegarlos, lo que le afectó tanto en sus relaciones familiares principalmente con sus hijos, como en la vida militante, donde el bisturí siempre lo dirigió “eficientemente”, sin detenerse en mayores consideraciones sentimentales. Leonardo Padura recalca que sí tenía sentimientos y estos se expresaron ampliamente hacia los perros. Es Maya, la perra quien lo está acompañando en su primer frío destierro en Alma Atá. Y es Azteca, el perro de ‘raza indefinida’ rescatado en una calle de Coyoacán, quien lo despide tras su asesinato. Azteca ha sido un regalo de la pareja Trotsky para su nieto, Sieva Vólkov de tan solo 11 años, último y precario sobreviviente de la carnicería estalinista y quien concentraba casi todo el amor del abuelo. La novela de Padura relata estos tremendos años de destierro de Trotsky. Cuando de derrota profunda se trata, y esta se expresa en exilio que a su vez a menudo significa largos meses de aislamiento, invierno lacerante, peligro de atentados, muertes de sus allegados…, el refugio y la consolación individual adquieren gran relieve pues es donde, como dice el saber popular, se conocen los verdaderos amigos, entre ellos los perros.

La paradoja del relato, es que el asesino de Trotsky, Ramón Mercader, también amaba a los perros. Pero ese amor no fue libre, siempre fue recortado y mediado. En el seno de su vida familiar en Barcelona, en razón de la crisis familiar que llevó al divorcio de sus padres, debió separarse sus dos únicos amigos confiables, Santiago y Cuba, dos labradores regalados por el abuelo materno. Después vino la Guerra Civil Española, donde Ramón de la mano de su enferma madre se hizo devoto militante estalinista. La presión ideológica maternal le llevó a dar un tiro a su otro can, Churro. El objetivo no era otro que el templar los sentimientos a su hijo y en cierta manera irle preparando para el asesinato. Este será el contexto donde se le propone entregar su vida a los planes de la OGPU o Directorio Político Unificado del Estado, policía política de la entonces Unión Soviética, de asesinar a Trotsky. Adquiere entonces la personalidad de Jacques Mornard, un supuesto burguesillo belga sin perro. Luego del asesinato, le tocarán 20 años de ‘vida de perros’ en las tres cárceles mexicanas donde cumplió con su condena Después de lo cual viajará a Moscú, donde vivirá medio escondido entre los agentes en desgracia de la KGB, así como de los exiliados comunistas españoles, quienes lo saben cómo uno de los suyos, pero no le tienen confianza. Finalmente pasará sus últimos calamitosos días en Cuba, viviendo prácticamente clandestina y bajo otra identidad. Se pasea como una sombra en una playa solitaria acompañado por dos hermosos borzois.

En La Habana se podría decir que Mercader recuperó el sentimiento por los perros, pero como sentimiento recortado pues su vida sumergida no le permite congraciarse libremente con nadie para hablar y soltar toda la mierda que siente que lleva por dentro, la conciencia cada vez más lúcida de que simplemente fue objeto de un frío crimen burocrático, que desembocó en el asesinato de la personificación pura de la utopía, León Trotsky. La mala conciencia que le lacera la mano que empuñó el piolet, el grito profundo y denunciante de Trotsky no le dejan en paz. Pero en fin su confesión se va vertiendo ante un escritor isleño que también sabe de perros. En tal sentido el sentimiento comunicativo de que son intermediarios los borzois, perros lobos rusos, similares a los galgos, empieza a descargarse. Los perros no se paran a pensar que tan héroe o criminal es su dueño; simplemente se manifiestan fieles. Lo que no es perro, son los sentimientos de sus dueños, sentimientos de los cuales a veces los inocentes perros no son más que intermediarios que permiten relacionar unas personas con otras.

Leonardo Padura vive en el barrio capitalino de Mantilla, el mismo en el que nació. Al preguntarle por qué no puede dejar la ciudad de las columnas de Alejo Carpentier, afirma, sin dudas, con uno de sus perros canelos siempre presentes, a modo de ‘intermediarios’… “Soy una persona conversadora. La Habana es un lugar donde se puede siempre tener una conversación con un extranjero en una parada de guaguas”. O en una playa, con un antiguo Héroe de la Unión Soviética, poco antes de que muriera de cáncer en 1978. Está enterrado en el cementerio moscovita Kúntsevo, bajo un nombre falso Ramón Ivánovich López (Рамон Иванович Лопес). También tiene un lugar de honor en el museo del KGB de Moscú. ‘El hombre que amó a los perros’, quizás es el epitafio que falta en su tumba. No importa. Leonardo Padura lo ha dado a conocer a través de su obra. Londres, 22 de agosto de 1940. Agencia TASS de la Unión Soviética. “La radio londinense ha comunicado hoy que en un hospital de México murió León Trotsky, a los 63 años de edad, de resultas de una fractura de cráneo producida en un atentado perpetrado el día anterior por una persona de su entorno más inmediato”.

Coincidiendo con el éxito de “El hombre que amaba a los perros’, dos empleados de TACA Airlines, que trabajan en el Aeropuerto de Cancún, forzados por las circunstancias tuvieron que sumarse a ese club de ‘Los hombres que amaban a los perros’. Los dos tienen perros en sus casas. Su amor por ellos quedaron opacados por el que tuvieron que demostrar ante un ‘caniche’ en su puesto de trabajo. Eran los encargados del equipaje de esta empresa de aviación centroamericana. Un día, su jefe se les acercó para informarles que la madre de uno de los máximos directivos de TACA Airlines, era de llegar a Cancún al día siguiente y le tenían que der un servicio ‘VIP’. Nada más aterrizar el avión, el cubano Abel y su compañero, se pusieron en función de la mamá de uno de ‘los que más mean’ (jefe, en Cuba) en la firma. Antes de dirigirse donde los viajeros, decidieron fumigar la carga y la nave, como mandan los cánones de salud pública. Enseguida dieron con la ilustre viajera. “¿Dónde está mi jaula con mi perrito?”, les preguntó.

“Mamá cumple cien años”, la película del español Carlos Saura, con Rafaela Aparicio como principal protagonista, parecía que se estaba rodando en esos momentos en el Aeropuerto de Cancún. Una ola de aire frío les dejó ‘helados’ a los empleados, sabedores que habían fumigado la carga y no se habían percatado de la jaula con el perrito. Temerosos de lo peor, le convencieron a la madre para que regresara al día siguiente. Ellos se encargarían de cuidar a su perrito. Milagrosamente fue aceptada su coyuntural y forzada propuesta. Inmediatamente se dirigieron a la bodega del avión. Allí estaba la jaula, pero con el ‘caniche’ muerto. Sin tiempo que perder decidieron salir pitando hacia el centro de ciudad. Se dirigieron a ‘Mundo animal’, en la Plaza Avenidas. Tuvieron suerte. Había un perro. No se acuerdan de la raza, “igualito al difunto”. Lo compraron sin regatear un peso su precio. Regresaron a su puesto de trabajo y lograron ‘colocar’ al nuevo animalito vivito y coleando en la jaula. El cadáver fue retirado y arrojado a un contenedor de basura del mismo aeropuerto. La situación fue tan tensa y desgastante que optaron por quedarse a dormir en las oficinas de TACA Airlines hasta que llegase la mamá.

Minutos después de las ocho de la mañana llegó la dueña del perrito. Ellos le esperaban con la jaula y el nuevo inquilino, con una histriónica sonrisa… Cuando todavía les separaban no menos de cincuenta metros, la mamá les gritó, mientras corría hacia ellos: “Ese no es mi perrito. Mi perrito estaba muerto. Yo le transporté muerto. Les mentí a los aduaneros señalándoles que le había dado una pastilla tranquilizante. Yo tengo una casa en Cancún y quería enterrarlo en el jardín…”. La pesadilla desatada el día anterior y que parecía haber quedado resuelta horas atrás, tenía un segundo y más perverso nudo. El cubano Abel se quedó a dialogar con la propietaria del ‘caniche’, mientras el otro trabajador ‘voló’ hasta el contenedor de basura para recuperar el cadáver. Afortunadamente el cuerpo sin vida estaba todavía allí, debajo de decenas de latas de Coca Cola y bolsas de Sabritas… Trasladado el cadáver, éste fue recogido por su dueña para recibir sepultura. Sin mediar más diálogos la agraviada se llevó también al nuevo can. El director de Cancún de la compañía les dio las gracias, máxime cuando se enteró del film no lejano a un suspense de Alfred Hitchcock, protagonizado por sus dos operarios. Nadie les preguntó sobre el precio del nuevo perrito. No les importó. Merecía la pena el esfuerzo, pues había que atenderle bien a la mamá de uno de los dueños de TACA Airlines. El puesto de trabajo no podía peligrar tampoco, hay que ser sinceros. “La cosa está mala…”, comentaba Abel, con el argot de su Cuba natal. He intentado durante muchos años que me expliquen los vecinos de La Habana que es ‘la cosa’. Esta es una batalla, al menos hasta ahora, imposible en la isla revolucionaria. Entre los habaneros son ya muchos, hartos también de esta incógnita, los que han llegado a colocar en sus casas un cartel dirigido a sus visitantes. El lema, taxativo: “Prohibido hablar de la cosa”. Abel y su compañero pertenecen, después de protagonizar este enredo muy al estilo del director de cine manchego universal Pedro Almodóvar en nuestro Aeropuerto de Cancún, a la saga de los Trotsky, Mercader y Padura, la de “Los hombres que amaban a los perros”.

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