El caballero de Miguel de Cervantes cargó contra unos hombres que desfilaban protestando por la sequía que sufría La Mancha, en España…

Santiago J. Santamaría Gurtubay

Philipp Blom (Hamburgo, 1970) es un historiador, novelista y traductor alemán. Estudió en Viena y Oxford en cuya universidad se doctoró en Historia Moderna. Más tarde vivió en Londres y París y fijó su residencia en Viena. Su último libro es ‘El motín de la naturaleza’. Días atrás hacía referencia, en una columna periodística  a la actitud de ‘Don Quijote de la Mancha’, contra unos ‘manifestantes ecologistas’ de su época.  El valiente caballero ataca a un grupo de hombres que parecen haber secuestrado a una dama. Por supuesto, su ataque acaba mal, porque su objetivo no era una banda de ladrones sino una procesión religiosa con una estatua de la Virgen María, que están paseando mientras rezan para que llueva. Pudiera pensarse en una equivocación o una actitud ‘negacionista’, como la que practican hoy populistas de extrema derecha en el mundo, apoyados por el expresidente de Estados Unidos, Donald Trump, desde su mansión en La Florida, cercana a Miami. “La crisis climática obliga a la humanidad a afrontar su propia soberbia y aunque puede estar ante una amenaza existencial, también puede que sea el comienzo de una nueva etapa en su evolución…”, recalca Philip Blom.

La novela quijotesca,  publicada en 1605, no solo es una obra esencial de la literatura sino también una fuente histórica. En esos años, las procesiones para pedir la lluvia eran frecuentes en España, mientras que en otras partes de Europa la gente rezaba para que hiciera sol, para que acabaran los inviernos aparentemente interminables, para que se salvara la cosecha. La llamada Pequeña Edad de Hielo que cubrió el mundo de finales del siglo XVI a finales del siglo XVII provocó una caída de las temperaturas medias de unos dos grados Celsius. Los cambios fueron drásticos y de calado. Los largos inviernos y los veranos cortos, fríos y lluviosos en el norte de Europa, y las heladas extemporáneas y las sequías en el sur trastocaron sociedades enteras, y la consiguiente crisis agraria causó hambre, hambrunas y rebeliones. Al principio, las reacciones a este “motín de la naturaleza” fueron totalmente medievales, y Cervantes las describe bien. Las procesiones religiosas, los flagelantes, los servicios religiosos especiales y la oleada de quemas de brujas y juicios de la Inquisición prueban que el cambio climático se consideraba un problema moral, un castigo divino por los pecados humanos. Pero toda esa sangre no logró restablecer el equilibrio de la naturaleza. Poco a poco, a base de prueba y error, surgieron otras reacciones. Los botánicos investigaron cómo mejorar los cultivos e introdujeron otros nuevos como las patatas y el maíz, y la agricultura empezó a practicarse a mayor escala y dejó de ser solo de subsistencia para tener fines comerciales. La transformación de las condiciones naturales provocó otros cambios: el comercio de cereales se convirtió en una red auténticamente europea, lo que derivó en la creación de ciudades-mercado y comerciantes con más poder, al tiempo que las noticias, las investigaciones y las ideas se difundían cada vez más gracias a unos métodos de impresión y papeles más baratos y, poco a poco, surgía una esfera pública.

Las personas que impulsaron estos cambios eran profesionales urbanos educados, cuyas vidas reflejaban las nuevas circunstancias. Nació un nuevo género pictórico: el paisaje invernal. Pero el cambio más radical fue que los burgueses, recién asentados, trataron de arrebatar el poder a la Iglesia y a la nobleza y formularon su propia ideología basada en la igualdad y los derechos humanos: la Ilustración. Cuando la Pequeña Edad de Hielo llegó a su fin (probablemente, por algún cambio en la actividad solar), las sociedades europeas se habían transformado por completo. Un continente feudal, tardomedieval, empezaba a ser moderno. La lección que Don Quijote puede enseñarnos hoy es inesperada. Cervantes construyó un personaje que estaba desfasado respecto a su propia época, incapaz de comprender la nueva realidad que lo rodeaba, incluido el cambio climático del siglo XVII. Y eso nos lleva a una conclusión de vértigo sobre la crisis climática actual. Lo que está en juego no es solo que cambie el clima, sino la transformación integral de las sociedades humanas, sus modos de vida, sus economías e incluso sus ideas.

Desde mediados del siglo XX, el CO2 acumulado durante millones de años ha estado saliendo a tal ritmo a la atmósfera que su composición actual se parece a la de hace tres millones de años, cuando las temperaturas estaban ocho grados por encima de las de hoy y los niveles marinos eran 20 metros más altos. La emisión de CO2 ya ha transformado, además de las temperaturas medias, sistemas climáticos enteros, los casquetes de hielo polar, las corrientes oceánicas, las temperaturas y los niveles de oxígeno, así como las corrientes en chorro a gran altura que determinan el clima. El progreso tecnológico de la humanidad ha alcanzado un nivel que lo ha convertido en una amenaza existencial, no solo para los insectos y los osos polares, sino para los propios seres humanos. La ecuación ha cambiado radicalmente. Los seres humanos de épocas anteriores se beneficiaron de la soberbia de considerarse al margen y por encima de la naturaleza, precisamente porque no tenían la capacidad tecnológica de poner en peligro su propia existencia en todo el mundo.

Todo esto es sabido, y ahora es importante ir más allá. En la Pequeña Edad de Hielo fue posible adaptar las sociedades humanas a las nuevas condiciones climáticas, pero a base de crear unas sociedades totalmente nuevas e incluso nuevas formas de pensar. No parece que las sociedades actuales vayan a poder adaptarse sin transformarse por completo también. Una drástica reducción de las emisiones de CO2 y la contaminación significará el fin del crecimiento económico permanente basado en la explotación y el consumo excesivo. Las tecnologías inteligentes y la producción de energía sostenible podrán compensar en parte las carencias, pero no podemos esperar a encontrar una solución tecnológica perfecta, sino que hay que hacer cambios ya. Igual que en la Pequeña Edad de Hielo, esta transformación económica creará profundos cambios sociales, políticos y culturales. La crisis climática actual demuestra de forma inequívoca que los seres humanos y sus sociedades no están al margen ni por encima de la naturaleza, sino que están dentro y dependen de ella. Empiezan ya a vislumbrarse los primeros perfiles de una civilización adaptada al cambio climático. La naturaleza obliga a la humanidad a reconsiderar su posición de “corona de la creación” con licencia para explotar impunemente los recursos. La alternativa es, como ha sugerido el filósofo francés Bruno Latour, pensar que la humanidad no vive “sobre la tierra”, sino dentro de la zona crítica entre la roca muerta bajo nuestros pies y el vacío infinito del espacio. Esta zona crítica, que abarca la atmósfera y la biosfera habitables, está compuesta de innumerables agentes, desde los gases, los insectos y los microbios, hasta las corrientes marinas, los sistemas climáticos y los seres humanos. Como ocurrió en la Pequeña Edad de Hielo, este sería un cambio cultural profundo. La humanidad, si se viera como parte de un móvil inmenso con un sinnúmero de piezas, todas conectadas entre sí, se comportaría de otra forma dentro de la naturaleza, y acabaría desarrollando otras ideas económicas, sociales y éticas. Puede que estemos ante una amenaza existencial, pero también puede que sea el comienzo de una nueva etapa en la evolución de la humanidad.

“Yo, como don Quijote, me invento pasiones para ejercitarme”. Esta gentil declaración de Voltaire encierra, me parece a mí la más fina y sutil interpretación de Miguel de Cervantes. Porque don Quijote no está loco y Cervantes mucho menos, eso lo sabemos desde el principio del libro.Voltaire vio bien que el hombre en madurez o pega ese salto que digo o le coge ya la postura a la vida, que es la muerte, y no dará más de sí. Don Quijote acierta con ese momento en que se cambia de vida, de cabalgadura, de compañía -Sancho Panza- de curas y bachilleres, de dueñas y sobrinas, del mismo sol en las mismas bardas. Los libros que leía le estaban hurtando a la poesía de la acción con la poesía poética y mala de la dicción. Así que incluso se inventa, entre las pasiones militares y andantes, una nueva pasión amorosa. Es la primera lección que Cervantes nos da en su libro. La vida tiene una segunda parte que se correspondería con la tercera juventud de Aristóteles. Es él, Cervantes, quien rompe con la mediocridad de su vida, pálidamente enaltecida de glorias bélicas, para emprender un libro donde está su rabia por el mundo, su energía al fin liberada al servicio de sí mismo, no ya la energía domeñada y servil del alcabalero y otras suertes.

Cervantes es irónico por anacrónico. Ha empezado tarde su aventura y lo sabe. El Quijote no es el libro que vive sino la vida que no ha vivido, y no nos pone a su personaje como ejemplo de nada ni hidalguía de nadie, sino como caso singular de hombre que se decidió a pegar el salto y ese salto quien lo pega es él mismo en figura de Quijote, e incluso se lo hace pegar a un pobre borriquero hecho de perezas y conformidades, siendo así que Sancho nunca pierde el sentido, ese inútil y pobre sentido común del pueblo, pero tampoco pierde la ironía y la distancia para burlarse de su amo con todos los respetos. Don Quijote entra en su nueva edad como un escándalo y Sancho pasa todas las aduanas como un saco de centeno. Tenemos, entonces, el salto desdoblado en tres. Cervantes que roba la fama con un libro, don Quijote que toma por asalto la libertad del vivir más allá de la edad y la voluntad. Sancho, que primero a regüeldo y luego a pleno pulmón, vive vida de caballero andante sin haber leído tales libros. Es la primera rebelión española del intelectual aburguesado, la primera revolución burguesa del hidalgo antecedente y el primer motín del castellano pueblo, un motín de uno solo, Sancho, que vale por todos los que vendrán. Aún hoy, y hoy más que nunca, el hombre que no hace esa revolución interior, que no pega ese salto vecinal, será comido por el poder, amortajado por lo establecido y muerto de asco…

Hay tres razones para ser héroe, como diría el pintor surrealista español Salvador Dalí. En Cervantes, estas razones son el inventarse pasiones, la capacidad de ejercitarse contra el tiempo y el haber roto con el compromiso burgués de la novela y de la vida. El hombre que se inventa pasiones es tan héroe o más como el que las vive. El hombre que se ejercita a diario, no sabemos si para la vida o para la muerte, es el que quiere agotarlo todo aquí y, como decía Juan Ramón Jiménez, que la muerte cuando llegue, sólo encuentre un pellejo vacío, porque nuestra sementera humana la hemos esparcido fecundamente. Por aclarar un poco las cosas, diremos que don Quijote, efectivamente, es un personaje de novela, pero donde veo yo al hombre metafórico es en Cervantes, que nos da el nivel medio del hombre español, siempre de santo laico, de héroe doblado o de comunero entre el pueblo. Queremos a Cervantes no tanto por ilustre como por hombre medio que roza irónicamente el fracaso para triunfar de la España oficial con su España real.

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