Inosente Alcudia Sánchez

En estos tiempos de hipercomunicación, predominio de las tecnologías y saturación informativa, escribir es una aventura cada vez más temeraria. Eso que Fadanelli llama “oportunismo mediático”, es algo así como una gran polvareda de distracciones para quien pretende escribir con la intención de trascender la inmediatez de la discusión pública. Y es que lo inmediato no es símil de trivial: por donde se le vea, el planeta está saturado de asuntos de gravedad. Hay quienes afirman que no son estos los mejores días para el libro ni para la literatura. En mi caso, a pesar de tantos distractores, escribir es mi talismán, una especie de terapia evasiva que me aísla, al menos por unas horas, de “la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo”. Y es que la única intimidación aceptable es la que describe Borges en El amenazado. Ante tal avasallamiento de la realidad, escribir sobre literatura es, me parece, una forma de resistencia. Por eso, digamos que hoy me gustaría escoger a un autor de quién hablar. Y digo autor porque más difícil sería elegir un libro. Y es que todas, todos, tenemos escritores, escritoras, y títulos entrañables que, dependiendo de la época o las circunstancias, nos conmovieron con su lectura y se quedaron para siempre en el recuerdo. Pero hay algunos indispensables, a los que volvemos periódicamente y nos sorprenden igual que la primera vez que los leímos. Estos autores son como anclas que nos sostienen ante el brutal remolino informativo de nuestro tiempo.

Claro, en gustos se rompen géneros y cada quien tiene su cada cual. Profeso la creencia de que lo importante no es el libro (objeto), sino el lector (sujeto) que ejerce mediante la lectura el mayor de los derechos humanos: el derecho a imaginar. Y, en un mundo como el que nos toca vivir, tan huérfano de esperanzas, la imaginación, los sueños, son bienes de consumo indispensable. Les comparto un poco de mi aventura de leer -y soñar-: haciendo memoria, mi gusto por el Western viene de Marcial Lafuente Estefanía, prolífico autor español que pobló mi niñez de aventuras de vaqueros y pistoleros del Oeste americano. En la editorial Bruguera, este escritor publicó 2,600 novelitas de 100 páginas, una verdadera proeza literaria. Por esos años, era vecino de la tía Lucía, fabulosa pastelera y adicta a las historietas de Yolanda Vargas Dulché. Gracias a la tía sucumbí al selvático embrujo de Rarotonga y sufrí la injusta vida de la gitana Yesenia, mucho, mucho antes de conocer los prodigios del trashumante Melquiades. También, en esa época, en el mercado había un puesto extraordinario: atrás de una banca pendían de un hilo múltiples revistas de alquiler y por 20 centavos leíamos el número atrasado de Kalimán o Las Aventuras de Capulina o La familia Burrón. Hacíamos fila para ocupar un lugar en la banca de las fantasías y enterarnos del último embrujo de Hermelinda Linda y Aniceto Verduzco. Los periódicos incluían una sección de comics que, supongo, los adultos disfrutaban igual que los niños. Cayó en mis manos, en esos tiempos, un libro fundacional: Lecturas Clásicas para Niños, dos tomos editados por la SEP que recopilan lo mejor de la literatura universal y que catapultaron mi afición por la lectura hasta el sol de hoy.

No me considero un lector compulsivo (aunque leí de un tirón La insoportable levedad del ser) y soy de los que sostienen que todo texto tiene algo rescatable. Por ejemplo, me digo que un poema puede salvar a un libro y un verso a un poema. Igualmente, a veces pienso que hay tres obras fundamentales que se deben leer por disciplina, aunque después sólo repasemos capítulos o párrafos por disfrute: Las mil y una noches, El Quijote y la Biblia, en el orden que gusten. Creo que toda la literatura cabe en esos tres libros. Sin embargo, como dije al inicio, hay autores o textos, que por alguna razón nos acompañan siempre. En esta ocasión me detendré en un escritor cuyos poemas acompañaron la adolescencia de mi generación y sus novelas nos mostraron un futuro que nos ha alcanzado: el uruguayo Mario Benedetti.

De Benedetti no son pocos los recuerdos y siempre será mucha su presencia. Apenas despertábamos a los afanes de la vida y ya estaba ahí, escoltando los primeros escarceos amorosos y descubriéndonos palabras e historias que nutrían nuestra incipiente conciencia social. Curiosamente, no esperábamos mucho de este fecundo creador. En la prepa, los maestros de literatura nos enseñaron a esquivarlo, a no dejarnos cautivar por la sencillez de sus argumentos y a evadir la facilidad de sus versos. ¡Panfletario y redundante!, tronó el salón de clases cuando exhibimos nuestras lecturas Montevideanas. Pero ya era demasiado tarde: Hagamos un trato, era una forma sencilla, primaria, de expresar el amor y, sin darnos cuenta, comenzamos a plagiarlo, a reinventar sus poemas, a hablar con sus palabras que de ningún modo nos eran ajenas en ese tiempo en que prevalecían el “latinoamericanismo”, la Nueva Trova y una izquierda verdaderamente comprometida con las causas sociales. Después lo seguimos memorizando en las interpretaciones de Nacha Guevara, de Serrat, de Milanés, hasta que perdimos la vergüenza y lo recitamos y cantamos a toda voz en las tropicales noches de parranda.

Con el paso de los años, Benedetti se volvió un hábito, un descuido, un apunte instintivo. El tiempo no se detuvo y cada vez La Tregua nos es más cercana (sí, estamos muy próximos de Martín Santomé); casi con temor tropezamos con Pasatiempo. Aquellos viejos poemas quedaron grabados junto a nombres que a veces son relámpagos que iluminan el desvelo. A Mario Benedetti lo evoco, como a Fernando Nieto, como a Ciprián Cabrera, como a Waldemar Noh, con la familiaridad de un hermano mayor que nos enseñó las cosas más simples de la existencia.