Inosente Alcudia Sánchez

Por estos días, hace dos años, la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaraba la pandemia por Coronavirus y nombraba a la enfermedad Covid-19. Desde la barra del Rincón o en las sobremesas familiares, estas noticias eran como esos nubarrones que anuncian tormentas lejanas, tan distantes que ni cuenta nos damos cuando desaparecen del horizonte. China está al otro lado del mundo, pensábamos, en una especie de conjuro para desentendernos de la estrechez de la aldea global. Por lo demás, un nuevo virus no es novedad: la influenza se reinventa cada año y, hace apenas una década, casi sin despeinarnos, los mexicanos vencimos una cepa autóctona, el AH1N1, que también desafió la salud mundial. Quizás por eso, los funcionarios del gobierno se hacían los valientes y sus declaraciones contribuían a minimizar la amenaza. Al mismo tiempo, confiábamos en la benevolencia del trópico y apostábamos a que, en todo caso, si el nuevo virus conseguía cruzar montañas y océanos, no sobreviviría al tórrido sol que en verano parte las piedras y obliga a encuevarse hasta a las iguanas. Al cabo de pocas semanas, el SARS-CoV-2 no sólo invadió al orbe, sino que manifestó una crueldad y letalidad extraordinarias.

Desde hace dos años, la pandemia alteró todas las formas de la convivencia social, trastocó y derrumbó la economía, nos ha convertido en sobrevivientes de una mortandad inimaginable; sus secuelas físicas y emocionales afectan a millones de individuos de todas las razas y clases sociales y nos devolvió a la vulnerabilidad primigenia: es simplemente nuestro organismo contra el virus, la novedad de un patógeno que busca algún resquicio de debilidad para atacar, la guerra ancestral en que cada ser humano da la batalla por la especie. Asustados, salimos en tropel a recluirnos y a atestiguar cada uno su propia película de terror. “Confinamiento” llamaron a la huida, al sálvese quien pueda; la fuga casi imposible de un enemigo invisible cuya arena de propagación es, justamente, lo que nos hace humanos: la congregación, lo sociable, la dependencia afectiva que nos reúne en familia y en comunidad.

Se cumplen dos años de que los edificios corporativos y los espacios públicos empezaron a vaciarse y que agregamos a nuestra imagen una prótesis facial para enmascaramos. Pusimos distancia del otro, de los otros que son una parte de nosotros (Cito al maestro Roger Bartra: “La ausencia del otro sería nuestra muerte. Rimbaud dijo muy claramente: Yo soy otro”); el miedo y el recelo nos separaron de los demás, del vecino, del compañero, del anónimo individuo cuya cercanía nos repele en la fila del día a día. Los daños se acumulan y su recuento es cada vez más atroz: las cifras reales de fallecimientos apenas comienzan a revelarse y la tragedia se avizora inconmensurable. Sin embargo, la luz al final del túnel se intensifica, luciérnaga que brilla y comienza a quebrar la oscuridad. La ciencia ha hecho su trabajo. Milagrosamente, en menos de un año varios laboratorios encontraron el antígeno para abatir al bicho y disminuir su letalidad. Estos meses, la carrera ha sido para inmunizar a la mayoría de la población, rápido, antes de que el “agente infeccioso microscópico acelular que solo puede replicarse dentro de las células de otros organismos” evolucione, se fortalezca, adquiera nuevas habilidades y venza la barrera de las benditas vacunas.

A pesar de la urgencia, los gobiernos no acordaron uniformidad en sus estrategias de vacunación; empero, en nuestro país, aunque las dosis se aplican con la lentitud que acostumbran las cosas que son de vida o muerte, se ha logrado vacunar “al 90 por ciento de la población mayor de 18 años”. En el mundo, dicen los especialistas, puede llevar años alcanzar la inmunidad colectiva y, en las próximas semanas, mientras Israel descubre “variantes nuevas” del virus, se espera un alza en el número de contagios, especialmente en los países asiáticos donde China ha vuelto a confinar a millones de sus habitantes. Acá, acostumbrados a una “curva plana” y al “ya vamos de salida”, nos han pedido recuperar lo que quede de normalidad y sacudirnos el miedo, la ansiedad y la angustia acumulados.

Sí, llegamos hasta aquí agotados emocionalmente por eso que llaman “fatiga pandémica”, una mezcla de “depresión, estrés y soledad” fruto de la impotencia de ver pasar los días desde atrás de las ventanas, de saber a niños y adolescentes sin el aprendizaje que da la convivencia; de intuir la frustración de jóvenes que saben han perdido muchos meses de sus vidas productivas y que sus sueños son más etéreos; de acarrear a diario nuestras propias rocas de temor e incertidumbre como Sísifos pandémicos condenados a una rutina atroz; lejos, en suma, de las emociones que poblaban el arriesgado juego de la vida pre Covid-19. Huérfanos de certezas, es difícil anticipar lo que viene. Pero hemos sobrevivido y comenzamos a sacudirnos el asfixiante fardo del aislamiento.

En estos años, ciencia y tecnología han sido las verdaderas heroínas de la nueva normalidad. Difícil imaginar el confinamiento de millones y millones de personas, el aislamiento colectivo, sin el internet, sin los teléfonos celulares, sin las computadoras. Por las amplias avenidas digitales han circulado afectos y tristezas, como vasos sanguíneos nos han traído el cariño lejano y nos mantienen cercanos a nuestros apegos. Dice el maestro Roger Bartra, “la inclinación por escapar de la cárcel corporal (nos) ha llevado a buscar alternativas en las esferas digitales dominadas por algoritmos”. Si nos sabemos nos tenemos, si nos tenemos estamos, si estamos la esperanza de lo presencial sobrevive.

La ciencia inconcebible, que es capaz de “escribir” instrucciones genéticas en el ARN para que nuestras células produzcan anticuerpos que neutralicen el ataque de la proteína del virus SARS-CoV-2, milagro del conocimiento con el que la humanidad podrá ganar la guerra en lo más profundo del abismo molecular; y la mágica red de internet que se echó sobre los hombros la tarea de mantener al mundo exterior funcionando, que evitó el colapso de una humanidad a puertas cerradas, que ha permitido a muchos niños y adolescentes dar continuidad a la escuela y los mantiene en contacto con sus tribus, que ha facilitado a los jóvenes seguir sus estudios universitarios e incentivar su curiosidad intelectual, que, en suma, abrió una ruta para sobrellevar a la pandemia; ambas, ciencia y tecnología, son los prodigios de la mente humana que, ni dudarlo, habrán de sacar a nuestra especie de esta larguísima noche de tormenta. En lo emocional, en lo espiritual, aún es temprano para predecir las secuelas de la pandemia; igual que los daños físicos que el virus deja a quienes lo padecieron. En todo caso, la normalidad que conocimos es cosa del pasado. Cada vez más las esferas sociales y culturales son invadidas por algoritmos; y el lenguaje, la música, el arte, la memoria artificial son reflejo de una masificación digital, desde las redes sociales, que nos hace parte de tribus globales.

Vamos saliendo de la contienda recurrente entre humanos y microbios en la que “nuestros cuerpos endebles y vulnerables” son el campo de batalla, solamente para asomar a la amenaza del holocausto, a esa guerra entre bestias que nos muestra que como humanidad no hemos aprendido nada.