La gran brecha ¿en la ruta del Tren Maya?

Inosente Alcudia Sánchez

Enfilado en la segunda mitad de su mandato, en octubre de 2016, cuando ya no sentía lo duro sino lo tupido, el entonces presidente Enrique Peña Nieto, abrumado por la mala crítica y la desaprobación social, decidió que su pecho no era bodega y se desahogó: “Mi único propósito es que a México le vaya bien… Estoy seguro que los anteriores Presidentes también no han tenido otra misión que esa: que a México le vaya bien… un Presidente no creo que se levante pensando –y perdón que lo diga– en cómo joder a México, siempre (se levantan) pensando en cómo hacer las cosas bien”. La situación le pintaba tan adversa a su gobierno (Ayotzinapa, la Casa Blanca y la visita de Trump eran lastres que hundían su popularidad) que el eslogan que se le ocurrió a los publicistas para promover su Cuarto Informe fue quejumbroso: “Lo bueno casi no se cuenta, pero cuenta mucho”.

Hoy, la polvareda que levanta la polarización política enturbia la realidad y cada vez es más difícil encontrar objetividad en las opiniones de quienes dominan la discusión pública. La descalificación es lo que prevalece y casi desaparecen los claroscuros que, sin duda, son parte del quehacer gubernamental, aunque no queramos verlos. Se han agotado los argumentos y nos enfrascamos en polémicas que más bien evocan una confrontación de dogmas. Empero, necesitamos creer en la buena fe del gobernante. Acaso por mi (de)formación profesional, soy de los que confían en que no hay presidente que se levante pensando en cómo joder a su país. Creo, sí, me consta, que hay políticas públicas fallidas, programas errados, proyectos que se implementan mal, decisiones políticas desorientadas, pero no dejo de confiar en las buenas intenciones que, hoy como ayer, mueven el quehacer presidencial.

El Tren Maya parece ser una de esas decisiones que son fruto de las mejores intenciones presidenciales. Todos hemos atestiguado cómo el modelo de desarrollo nacional agudizó las diferencias entre las regiones del país y relegó a las entidades del sur-sureste al rezago económico y a los más reducidos niveles de bienestar. Desde hace años o décadas, muchos planteamos que para que nuestro país alcance un mayor nivel de crecimiento y desarrollo económico, primero tiene que superar los desequilibrios entre estados y regiones, cerrar las brechas y tirar las barreras estructurales que nos hacen una nación inequitativa, con fronteras internas que más que límites geográficos, señalan las divisiones entre progreso y atraso. Por eso, un proyecto como el del Tren Maya cumplía aquella vieja expectativa de alentar la integración regional y de atraer volúmenes de inversión pública y privada suficientes para romper el círculo vicioso de la pobreza (El aumento de las desigualdades es causa y consecuencia de nuestras dificultades económicas, parafraseando a Joseph F. Stiglitz) y crear condiciones para el desarrollo sostenible, sobre todo, de nuestra entidad.

Conforme las obras y las acciones del proyecto avanzan y es mayor la polvareda que envuelve su construcción, se han generado dudas e incertidumbre sobre la viabilidad técnica y económica del Tren Maya. Cada vez son más los analistas que exponen la discordancia entre los buenos deseos del presidente y la insuficiencia de los estudios y de los trabajos indispensables que deben acompañar el anhelo presidencial. Los cambios en el trazo, los cuestionamientos ambientales, la desvinculación de los trabajos de construcción con los sectores productivos locales, la insuficiente información pública, el avasallamiento al marco legal y la aparente falta de un plan integral regional de desarrollo turístico, son parte de los grises que empañan el optimismo de quienes compartimos la urgencia de contar con herramientas nuevas y fuertes para impulsar el crecimiento económico. Y es que, querámoslo o no, en Campeche es donde más necesitamos de iniciativas de inversión externas que no dependan del limitado presupuesto estatal.

El Tren Maya sí es una esperanza para los campechanos. Anhelamos que sea uno de los puentes que nos ayuden a cerrar las brechas del desarrollo entre las entidades de la Península, y de ésta con el resto del país. Sin embargo, no debemos ser ingenuos. Aparte de la inversión y de la derrama económica que representen su construcción y las obras de mitigación, tenemos que plantearnos las acciones indispensables para sacarle el máximo provecho y, mejor aún, para fortalecerlo y agregarle competitividad. Es decir, requeriremos ser proactivos para convertir una obra ferroviaria en un instrumento que incremente el número de visitantes a los distintos atractivos locales y mejore el desempeño de otros sectores productivos.

El Tren Maya es un medio de transporte de pasajeros y de carga. Así de simple. No es un producto turístico. A diferencia del Chepe o del tren de Alaska, los turistas lo abordarán para trasladarse más que para admirar el paisaje o vivir la experiencia de un ferrocarril mexicano. Corresponde a los estados, a los gobiernos, a los empresarios, a las comunidades, generar los productos turísticos que incentiven el uso del tren, que hagan a los turistas abordar los vagones y descender en nuestras estaciones y terminales. Igual, productores agropecuarios, comerciantes e industriales deberán valorar las posibilidades logísticas que ofrecerá el tren para el flete de producción e insumos.

El presidente está urgido del Tren Maya. Se le han venido encima los tiempos políticos y habrá de inaugurarlo pase lo que pase. Pero, los beneficios del Tren Maya no dependen de las incuestionables buenas intenciones presidenciales, sino que demandan –entre otros factores– de mucha colaboración local. Hoy, el entorno nacional e internacional no es propicio para un proyecto así. Desde la periferia, nos seguiremos ocupando del tema.