Roberto Hernández Guerra

En una de sus conferencias mañaneras, el presidente Andrés Manuel López Obrador pidió al Banco de México pensar en “otra fórmula” que no sea el alza de la “tasa de referencia” para contener la inflación. Cabe aclarar que dicha tasa sirve para establecer el nivel al que se fijan los intereses sobre los préstamos de distinta naturaleza, incluyendo el de las tarjetas de crédito.

La recomendación del presidente, emanada del sentido común, parte de que si los aumentos de precios se deben a problemas de abastecimientos originados por la pandemia y la guerra de Ucrania, lo razonable es enfrentarlos por el lado de “la oferta”, es decir buscando el incremento de la producción, y no por el lado de “la demanda”, disminuyendo el gasto de las empresas y de las familias, para que a menor consumo disminuyan los precios. En sus palabras: “Hay que buscar otras opciones y regresar a la idea original de que los pueblos progresan con producción. Eso es lo básico, producir, no apostar todo al mundo financiero, a la especulación”.

Y de pronto surge la robusta figura de Agustín Carstens, quien fuera secretario de Hacienda y gobernador del Banco de México, advirtiendo de la necesidad de que “suban las tasas de interés rápida y decisivamente para evitar que la alta inflación se convierta en un problema persistente por un periodo prolongado”, justificando el hecho de que el banco central haya aumentado la referida tasa.

Don Agustín,  egresado del Instituto Tecnológico Autonomo de México (ITAM), “alma mater” de la pléyade de economistas neoliberales, que como él mismo han sido justificadores de las políticas públicas que aumentaron la brecha de la desigualdad en nuestro país, nos advierte del peligro: Considera que “las luces se encienden en rojo; el crecimiento salarial ya está en una trayectoria ascendente en algunos países…(y)…a las empresas les resulta más fácil traducir el aumento de los salarios en un incremento de los precios”. En pocas palabras, que la inflación es resultado del aumento de los ingresos de los trabajadores, ya que al existir una mayor demanda de bienes y servicios, los dueños del capital pueden subir los precios a su gusto.

Desde luego que no es un pensamiento original, ya que entre otros que pensaban igual, el premio Nobel de economía  Milton Friedman (1912-2006) ya había pontificado con un reduccionismo extremo de que la inflación era en todo momento causada por un exceso de dinero en circulación, omitiendo otros factores. Por fortuna para la ciencia no todos piensan igual, sin embargo estas actitudes que responden a la defensa de los intereses de las élites nos traen a la memoria las palabras de Joan Robinson (1903-1983), ella sí brillante estudiosa inglesa de la ciencia económica, que más en serio que en broma decía que “el principal motivo para estudiar economía era precisamente para evitar ser engañados por los economistas”. 

Desde luego que hay todavía mentes lúcidas como la de otro premio Nobel, el norteamericano Joseph Stiglitz, cuya opinión es radicalmente diferente pues considera que un aumento importante en las tasas de interés es una cura peor que la enfermedad, ya que al reducir la demanda y aumentar el desempleo, si se le lleva demasiado lejos “…amortiguará la inflación…pero también arruinará la vida de la gente”. Decimos nosotros, es llegar al equilibrio pero en el fondo del abismo.