Inosente Alcudia Sánchez

A veces creo que los buenos lectores son cisnes aun más tenebrosos y singulares que los buenos autores.

J.L. Borges

Muchas veces he sufrido la sensación de haberlo descubierto muy tarde. Por alguna desdichada razón no lo vi entre los amontonados libros de la biblioteca paterna y los maestros de primaria y secundaria lo pasaron por alto. Fue en los años de la prepa cuando una amiga argentina me prestó algunas de sus obras y terminó obsequiándome “El Libro de Arena”, en su edición 21° de la editorial Emecé. Esa querida amiga – Delia Samberino Birri – era coordinadora de un taller literario en el que se afanaba por descubrirnos los secretos de la literatura y las virtudes del vino. Conmigo sus dos afanes fueron vanos, pero me puso a la mano la inconmensurable inteligencia de Jorge Luis Borges.

Borges no era bien visto en aquellos tiempos. Sus declaraciones políticas controversiales no coincidían con la moda izquierdosa que se había extendido por Latinoamérica y entre los profesores parecía existir una disimulada censura de su obra literaria. No obstante, alentado por Delia, con disciplina leí algunos de sus poemas y con arrebato me extravié en sus narraciones. Absorbido por la dinámica escolar y las urgencias de la post adolescencia, concluí el bachillerato sin compartir el entusiasmo y la emoción que me regalaban las relecturas de algunos textos borgesianos. “El jardín de los senderos que se bifurcan” suplió la improbable causalidad del libre albedrío por la inevitable certeza de la fatalidad del destino y “El otro” me dio materia para un buen número de textos en los que la argumentación principal era el desdoblamiento del autor en actor.

Aunque para mi yo íntimo Borges había sido un descubrimiento extraordinario, fue hasta ingresar a la universidad cuando aprecié plenamente su trascendencia literaria y pude compartir la euforia de su lectura. José Joaquín Uc Valencia, estimadísimo amigo y compañero de aula, me brindó su afecto y con generosidad me compartió su conocimiento de la obra de Borges. Entonces nos eran breves las caminatas de la escuela al centro de la ciudad, absortos en desmenuzar metáforas, en descifrar cuentos, en discutir ensayos, en desatar la imaginación. Entre “Ficciones” y “Manual de zoología fantástica” transcurrieron a pie aquellos años en los que, por si fuera poco, Quino me contagió el enamoramiento por una ciudad lánguida, de una belleza casi espiritual. Escrito en una hoja de cuaderno tengo “La noche cíclica”, objeto de sesudos análisis en algún receso escolar y que me regaló Quino cuando todavía nos alojaban los salones de la prepa. Y ahí se quedó Borges, siempre a la mano, en el habitual asombro de su inteligencia, en la exaltación de la erudición y de la imaginación.

En el prólogo de sus “Obras Completas” Borges escribió en alusión a sus temas: “La patria, los azares de los mayores, las literaturas que honran las lenguas de los hombres, las filosofías que he tratado de penetrar, los atardeceres, los ocios, las desgarradas orillas de mi ciudad, mi extraña vida cuya posible justificación está en estas páginas, los sueños olvidados y recuperados, el tiempo…” Sería vana y ridícula arrogancia intentar pontificar sobre las virtudes literarias de este genio, de este ser humano excepcional, capaz de imaginar al paraíso como una biblioteca. Sólo pasa que, desde hace unos meses, hay temas que me son recurrentes, catarsis emocionada, disfrutes que lo son más cuando se comparten. Esta semana abrí, otra vez, los Cuentos completos (Lumen). El azar me llevó a El jardín de los senderos que se bifurcan, doce páginas de subrayados que dan cuenta de mi inacabable asombro. Les comparto algunos: “Un pájaro rayó el cielo gris”, “inútil perfección del silencio”, “El tren corría con dulzura”, “esas heterogéneas fatigas”, “Una música aguda y como silábica se aproximaba y se alejaba en el vaivén del viento, empañada de hojas y de distancia.” “El tiempo se bifurca perpetuamente hacia innumerables futuros”. Casi como si fuera parte de la tradición de estas fechas, he releído Tres versiones de Judas, una narración inquietante que golpea “un misterio central de la teología”. Nomás para incentivar la curiosidad, cito: “No una cosa, todas las cosas que la tradición atribuye a Judas Iscariote son falsas”.

Confieso que soy asiduo lector de dos cuentos: “La casa de Asterión” y “El inmortal”, y procuro tropezar seguido con cualquiera de sus poemas. Siempre, releer a Borges es una manera de recuperar el ánimo y de sorprenderme con la magia que es capaz de hacer la inteligencia humana. No obstante que, distraído por la estridencia de nuestros días, mi hijo aún no se conmueve ante la prodigiosa memoria de Funes ni le sorprende que las manchas del jaguar sean, en realidad, una secreta escritura divina, sé que más temprano que tarde habrá de extraviarse en los laberintos de la sabiduría del argentino y su imagen se reflejará hasta el infinito en el juego de espejos que es la obra de este autor fundamental y universal. Y, como a él, como a mi hijo, sólo quería recomendar a quienes tendrán la fortuna de disponer de unos días de asueto, se aventuren a conocer esos planetas de improbable registro: Tlön, Uqbar, Orbis Tertius.